Galatea

Por C. R. Worth
Concha R. Worth es sevillana e historiadora del Arte por la Universidad de Sevilla. Está especializada en la escuela sevillana del barroco con énfasis en la iconografía, al igual que en todas las artes relacionadas con la Semana Santa sevillana. Escritora, fotógrafa y artista, vive en Pesacola, Florida.
Recuerdo cuando por primera vez sus manos me rozaron, estaba en su estudio, y suavemente fue palpando todos mis contornos. Cerraba sus ojos y con esa dócil caricia podía vislumbrar mi verdadero yo, mi alma escondida.
Tenía en su mente la mujer que quería que fuera, y que sin él saberlo era como yo siempre había sido, escondida en los múltiples niveles de ropajes que me envolvían.
Era apasionado, y primero comenzó a desnudarme con fuerza viril, con arrebato, arrancando a grandes trozos mis vestiduras, hasta que poco a poco se entreveían mis formas, mis curvas sensuales que él tanto deseaba acariciar en mi total desnudez.
Mis ojos estaban velados, y todavía no podía ver con claridad, pero la tensión de sus músculos desnudos, brillando con la capa de sudor, me hacía desearlo más. Su respiración era entrecortada por el esfuerzo y podía sentir su aliento jadeante cerca de mí, excitado por la anticipación de verme desnuda.
Ya quedaba menos para alcanzar su objetivo, y fue cuando se volvió más delicado, despojándome poco a poco de cada veladura. Antes de dedicarse de pleno a mi cuerpo, quiso ver mi rostro sin tapujos, y con ternura removió aquello que ocultaba mis facciones; y luego con dulzura aplicó el “exfoliador” con arena de mar para que mi fisonomía alcanzara todo su esplendor de brillo marmóreo. Por fin pude verlo, y sus hermosos ojos azules se clavaron en mis pupilas. Fue un momento eterno en el que mirándonos a los ojos nos dijimos todo lo que un hombre y una mujer desde el principio del mundo han sentido y deseado el uno del otro, con un amor que va más allá del tiempo y las convicciones.
Luego trabajó mi cuerpo como un amante febril, puliendo con sus manos cada uno de mis contornos y recovecos; mis pechos se erizaron, mis glúteos firmes ansiaban sus manos, y mi pubis guardaba una promesa.
Había terminado, y admiró su obra satisfecho. Entonces fue cuando deseé salir del mármol y amarlo como mujer.

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