¡Ay, Dios! ¡Qué país este!
España vive uno de esos momentos cruciales –uno más- de su historia. Y los españoles –otra vez- acudimos como las moscas a la miel (da) que aromatiza nuestra piel de toro.
¿Recuerdan eso de la piel de toro? Ese orgullo patrio de compararnos con la nobleza, el valor, la fuerza, la lucha y el honor representados en ese mítico animal. Pues hay quienes se empeñan en hacer carteras de esa piel.
¡Bueno! Ya llevan décadas haciéndoselas, llevándose la morterá calentita, pero hoy ya no son billeteras hoy son maletines que, para más inri, no lo pueden ocultar en bolsillo alguno, sino que los llevan como si fuesen modelos del Corte Inglés: aireándolos con descaro en sesión fotográfica.
¡Qué profesionales! (del mangoneo).
España es una nación que ha estado en la picota europea, sin llegar a estar decapitada. Ha sido ejemplo de lo que no se debe hacer, y los custodios económicos nos han puesto junto a otros países, ya descabezados, para dar escarmiento. Y hemos salido airosos, vale, pero a fuerza de ponernos el fray boquete du pompeiro como el de un pozo, a costa de meternos impuestos como enemas (y perdonen la vulgaridad).
Puestos a dilucidar, ante la situación en la que nos vemos abocados en esta nueva etapa histórica, me arriesgo a decir que España es el país de la picota. Pero no de esas tan maravillosas y carnosas nacidas en el Valle del Jerte, por ejemplo. No. Verán, yo les explico.
Empecemos con las autonomías. Son como esa fruta –díscola cereza- que se remueve en su pedúnculo y tiende a soltarse de la madre que la parió y la sustenta.
Cataluña, picota. País Vasco, picota. Galicia, picota, y así con otras que no saben ni lo que son por culpa del gusanito, muy independiente él, que las corroe por dentro.
Qué pillo el gusanito trolero, queriendo hacer de Pepito Grillo. Pero aquí al único que le crece la nariz es a él.
¿Y eso de poner y quitar al antojo según quien esté en el poder?
En este país, por menos de un pito, como en aquel juego donde clavabas un palo en la tierra lanzándolo con fuerza, y otro jugador debía hacer saltar el tuyo de igual forma, te hunden una estaca por la espalda política. Así, lo que un gobierno hace en una legislatura (véanse las distintas leyes educativas, por ejemplo), no dura más que el tiempo que ese Ejecutivo esté en liza, el cambio de mandos es como ese palo que decía antes. ¡Zas! Y el que estaba asentado en la tierra salta por los aires ante el del otro contrincante.
Cómo se llamaba ese juego... ¡Ah, sí! ¡La picota!
Las cosas de este rincón del viejo continente.
Después están las medidas de las actuaciones de nuestros políticos, que son como una montaña rusa: pasan del suelo a lo más elevado sin darte cuenta.
Un partido político nace de la nada, haciéndose eco del hartazgo que todo el pueblo clama, y esa nueva coalición es encumbrada a los altares. En las autonomías más traviesas, de la nada salen también nuevas opciones para el votante, y sin darnos cuenta aparecen comandando sus fueros desde las altas esferas regionales. En lo local, de la nada salen alcaldes y en seguida están en la cúspide de las redes sociales (porque lo que es en sus ayuntamientos flaco favor hacen).
A esto de llegar a lo más alto de la cumbre se le dice llegar a la picota.
Pues ahí lo tienen. Lo miren por donde lo miren, vivimos en el país de la picota.