La escarcha de la fría noche ocultaba las letras tras el cristal de aquella ventana donde no entraba la luz.
El
ambiente era enrarecido por lo inusual. Los olores que el resto del año
eran tenues, se notaban mucho más. Fragancias a flores recién sacadas
del agua de serones, que chorreaban aún de su último exilio. Las calles
de aquella ciudad en blancos, negros, grises, se contagiaban del color
vivo y perfumado que los visitantes trajeron y colocaron, a modo de
presente, en las puertas de los moradores de aquél lugar que se
presentaba triste. En sus esquinas, reencuentros. Abrazos. Apretones de
manos. Besos... Miradas que se alegraban de encontrar respuestas ante
tanta mudez. Transeúntes que dejaban de buscar números, nombres,
letreros, para detenerse en afable y corto saludo -quizás una añorada
conversación- allá donde daban vueltas callados por el recuerdo o
enmudecidos por el destino.
A
lo lejos, sin estarlo demasiado, se oían campanas -que por su sonido se
adivinaban pequeñas- que anunciaban el momento de marchar.
Como
si alguien hubiera puesto fin a la visita sin mediar palabra, todos los
que caminaban embebidos en pensamientos, deambulando mirando aquellas
diminutas portadas; los que disfrutaban de una sosegada charla con
quienes la casualidad del instante pusieron en su camino; aquellos que
se encontraban despidiéndose con la melancolía por adiós, retomaron sus
pasos sin prisas hacia los callejones adyacentes buscando salir de la
tácita ciudadela.
Tañían,
que no repicaban. Sonaban a respeto, que no celebraban. Marcaban el
momento aquellos entristecidos bronces de retomar la paz de los
momentos, el sosiego que restaban aquellos pasos que sonaban a luto.
Clamaban, en golpes casi sin eco, el descanso que el latir de los
corazones que allí se reunieron no permitían; tambores acelerados por
los sentimientos.
Campanas que tocaban los muertos, anhelando de nuevo los silencios de sus días eternos.
Los
caminos, ya casi vacíos, se llenaban de hojas secas; colores yertos que
se revolvían entre sí llevados sin rumbo cierto por el único visitante
que aparecía sin importarle los horarios: el viento. Gélido, sin afecto,
sin prisas... Como aquellos huesos guardados tras las escuetas
portezuelas, las minúsculas balconadas, las grandes mansiones de
mármoles donde la vida se resiente más que se siente.
En
aquel lugar, donde los vivos creen que moran los muertos, y los muertos
saben que será el hogar de los huesos de aquellos vivos, la quietud se
apoderaba de cada rincón. Tintineaban, como nerviosos, los vasos
metalizados repletos de la vitalidad de los sentidos que los habitantes
del lugar ya no podían disfrutar. Ramos de melancolías como resignados
saludos que, en esta vida, ya no se volverán a dar. Paredes pintadas de
blanco refulgente que los propietarios de aquellas casas para siempre no se enorgulleceran de presenciar. La vitalidad de lo inerte.
El
camposanto quedaba desierto en la tarde del dos de noviembre. La calma
profunda, el sol rendido por las horas, el castañeteo de alguna escalera
de mano mal colocada dando con la blanca pared encalada, el trinar
nervioso de los pájaros sobrevolando el marmóreo dormitorio de los
sueños perpétuos, las voces lejanas de los rezagados... Todo quedaba en
recuerdos aquél Día de la Memoria.
Un
chirrido que sonaba a despedida se hizo presente en el turbador
silencio. La enorme puerta negra de herrajería que daba acceso al
lúgubre lugar se entornaba. Un terrible sonido, que se asemejaba como si
algo enorme cayese a plomo, terminó por ofrecer al interior del recinto
la imagen desolada de lo que allí se guardaba entre maderas, cemento y
pulidas piedras.
Los
arrullos del aire entre las ramas de los cipreses, que sombreaban las
calles que colindaban, el maullido inconsolable de algún gato y la luz
perdiéndose entre las tristes murallas, eran la escena misma de una de
las tétricas leyendas de Bécquer.
Pasó el Día de los difuntos.
Los renovados aromas, las impecables parcelas de la muerte, se cubren
con el velo de la noche que va cegando la luz de esa jornada. Y mientras
la última alma que respiraba cerraba la quejumbrosa verja metálica de
la inhóspita y mortecina alameda, ante la oscura visión pensaba qué
cruel y retorcida es la vida, que en ese mismo instante le mostraba cómo
sería ese último segundo donde, tras cerrar los ojos, todo quedaría en
sepulcral silencio.