El relato de Alejandro
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Paráfrasis del capítulo XI (El déan de Santiago y Don Illán, el mago de Toledo) de "El conde Lucanor", de Don Juan Manuel

Una mujer dando de mamar a su único hijo. El niño termina, eructa, y sonríe satisfecho. La madre lo asfixia, acuna a su hijo muerto y, entre lágrimas, musita: “Esto es lo último que te doy, bastardo...”


Cuando el tiempo curte la existencia con las experiencias que le dan forma a nuestra persona, hay veces en las que deseamos, pese a lo aprendido, no haber vivido determinadas situaciones, y hay veces en las que ese único deseo se puede hacer realmente poderoso. Todo es enriquecedor, sea la experiencia buena o mala; e incluso, puede que actúen de una forma más fortificante y eficiente los lances que consideramos negativos, a los que pudieran ser percibidos como positivos, aún cuando nuestra persona, por naturaleza, vaya buscando estos últimos.
Rebeca cría a su hijo propiciándole todas las experiencias que ella considera positivas para que él llegue a lo más alto de la escala social, e intentando que todas las negativas sean, bien transformadas en positivas por la mente del infante, bien olvidadas u obviadas. Cuando un niño le pega en el colegio, debe mostrar comprensión y fraternalidad por él, cuando una maestra le castiga, es por su bien, sin entrar en consideraciones sobre si es justa o no la causa del castigo. Su hijo, criado y educado de dicha manera (que no se diferencia en exceso de la educación recibida por el resto de los niños del mundo), conoce la madurez.

Juan, hijo de Rebeca y Manuel, asciende meteóricamente dentro de la mentira labrada por la sociedad. Estudiante modelo, nunca proporcionará disgusto alguno a sus progenitores. Sus notas excepcionales, su educación correcta, su espíritu perfeccionista... El orgullo de cualquier padre.
Pero algo no encaja. Su madre lo nota cada vez más ajeno. Ella lo ha hecho todo lo bien que ha podido, le ha dado la única educación que conocía y, por encima de todas las cosas, le ha dado lo más grande que el ser humano puede darle a criatura alguna: su amor, todo su amor. Tanto, que su padre se llega a sentir ciertamente desplazado en cuanto a prioridades se refiere. ¿Era instinto maternal, era el amor profesado al hijo de forma gratuita, o era...? AMOR. Amor, sin motivos, sin consideraciones de ningún tipo; amor... Amor... Bailes mentales de ondulantes y embriagantes sensaciones, arrojo, desapego por todo lo demás, entrega absoluta, lances de punzadas agonizando en el mar de la ternura. Locas baladas de notas quebradas -ella acuna a su hijo-, miradas de las que el rostro se hace líquido agridulce, temblores de emoción, educación, evolución... El diario personal que acompaña al crecimiento de Juan está grabado a golpe de corazón en las entrañas de la madre (-abrígate, cariño, no cojas frío). El temblor desgarrador de la existencia se convierte en suave caricia bajo el protectorado de la madre amorosa (-...y recuerda, si alguien te hace daño, mira hacia donde las cosas son bonitas. -Entonces... ¡te miraré a ti, mamá!). Es una suave y profunda canción difícil de comprender, más aún de explicar, caracterizada por ser una realidad insoportable cuando terminan los últimos acordes. Algo cae desde el dorado horizonte, una estrella para la mayoría de las madres, el sol para Rebeca. Se hunde, sin sentido, en la oscura tierra (-Abrígate... -¡Me abrigaré cuando tenga frío, mamá, joder! -¡No me hables así, hijo mío, nunca te hice mal alguno! -¡¡Déjame en paz, no soy un niño!!), sin previo aviso, resquebrajándola, alterando la naturalidad del amor exacerbado (-¡Hijo! ¡¡HIJO!!).
Manuel, el padre, siempre ajeno al drama, por primera y última vez en su vida se hace protagonista del mismo. Muere en un accidente de tráfico mientras reparte el pan en las panaderías de la periferia de la urbe. Su camioneta es un cepo, liberador y aprisionador a un mismo tiempo. Los que desentrañan su cuerpo del hierro maldicen su suerte escupiendo su humanidad en el suelo. Al poco destellan en el asfalto; luz fría, nace la muerte...
Rebeca llora la pérdida de su marido. La base y estructura del hogar se ve alterada, quebrada. Su hijo, mientras, se muestra impasible: "¡Si al menos hubiera muerto la imbécil de su madre!" -piensa-. Decide no moverse de la ciudad en la que se encuentra realizando la carrera, pese a las súplicas de su madre. Rebeca llora sola la muerte de su marido...
Alternando su trabajo de maestra con el de señora de la limpieza, logra Rebeca mantener su vacío hogar. El ajeno ser que alguna vez habitara su matriz, vive gracias a la ausencia de vida de la madre. El amor que le envía en cartas va del buzón a la basura. Por supuesto, no hay respuesta.
La necesidad de apoyo y de compañía y cariño empujan a Rebeca hacia las terribles redes de la depresión. Llama una y otra vez a su hijo: le necesita allí, a su lado. Pero él siempre encuentra la excusa, nada le conmueve...
Rebeca tan sólo mantiene su vida-sin-vida por su hijo. Labra en las formas de la existencia un surco de no-vida reseca, ausente.
Juan, al terminar la carrera, se casa bajo la condescendiente mirada de su madre. Su rostro, envejecido prematuramente, se inunda del líquido amniótico con el que aún protege a su hijo, mientras se expande el deseo y nace la esperanza de que el nuevo matrimonio no suponga la desdicha que supuso el suyo propio. La madre del chico se acerca a la novia y le susurra al oído: "No quieras demasiado a tu hijo..." Ella sonríe tiernamente, creyendo que comprende.
Ahora, Rebeca se encuentra terminalmente sola. Está enferma de amor, o más bien de su ausencia. Pierde consecutivamente su dos empleos, y ruega desesperada por un trabajo en la empresa de su hijo perdido. Sabiendo de su estado lamentable, y no queriendo sentirse avergonzado por lo que podría ser considerado por sus subordinados como muestra de flaqueza o de estúpido compadecimiento, Juan desoye los lamentos de su madre.
Rebeca, meses después, cubierta de miseria, yace en la cama enferma de veras. No queriendo molestar más a su hijo, comprendiendo de repente su papel en la vida, muere sola, en un doloroso silencio.
El olor alertará a los vecinos días después. Una urraca, atraída por el brillo de su corazón, picotea la ventana mientras ella languidece. El último estertor anuncia su vuelo. Hay un mensaje que llevar al otro lado...
Rebeca ya no es Rebeca. Su amor por Juan ya no es solo amor por él. El amor es fuente y vida: se autogenera, se propaga, se contagia, cambia de forma adaptándose al recipiente que lo contiene, pero nunca muere.
Rebeca es la posibilidad de existencia de un único ser ausente de tiempo; necesita de la experiencia, de la dimensión y del tiempo para vivir las múltiples posibilidades que la existencia comprende. Rebeca ahora sabe, ya que el Uno olvida en cada una de nuestras mentes para ir aprendiendo de nuevo cosas que lo sorprendan. Ella ya no es ella: es Juan, es su mujer, Manuel, Cristo, Buda, Adán, el primer patrón y esquema del hombre... Tú, el que esto lees, y yo, quien esto escribe... Thoth... La urraca... Todo es Uno, los dioses, Dios, Nada... No hay tiempo, pero lo Uno le reserva un recuerdo inefable a Rebeca dentro de su integración totalizadora.
Se termina el ciclo, se rompe el séptimo sello de los católicos, aparece el Mesías de los judíos, el fin de los días, el Apocalipsis, el Armagedom, el Ragnarok... Lo interno es externo, lo que estaba arriba ahora es abajo, la maya de la existencia se torna real, al tiempo que la realidad es ocultada. Nace de nuevo el universo y, con él, el tiempo. Todo es contemplado por Rebeca como espectadora, lo mismo que por todo lo vivido o soñado; pero, como ya digo, sin ser del todo Rebeca, sin ser del todo parte de lo vivido o de lo soñado. Ausente de tiempo contempla cómo éste se crea de nuevo. Mas lo Uno mantiene un recuerdo para Rebeca. La serpiente se ha mordido la cola, el Ouróboros se ha vuelto a engendrar. Galaxias, constelaciones y sistemas planetarios aparecen de nuevo como expansión de la propia realidad de lo Uno, junto con la necesidad de lo Uno de volver a ser experimentado de todas las formas imaginables de existencia y de vida; no es más que una forma de ser testigo de su propia magnificencia. Se crea la vida, hibridación de la materia a nuestro nivel de existencia y de realidad, compulsiva, atada a sus ciclos y a sus más bajas necesidades. Como respuesta coherente a ese enorme deseo por querer escapar al esclavismo que la materia ofrece, la vida termina derivando hacia la consecución de la vida inteligente, la cual analiza su entorno y se analiza a sí misma; es el testigo divino, el cual ratifica y apuntala su existencia desde su multitud angular de percepción. Aparece de nuevo Adán, y con él, conceptos como el bien y el mal... y todo sigue su curso... Aunque siempre hay ligeras variaciones... Si no, lo Uno se terminaría aburriendo, ¿no?
Rebeca elige matar a su hijo cuando despierta del sueño. Ella vivirá una terrible vida de culpa, pero él... Él, no vivirá.

El soñador cierra el ojo, y contempla satisfecho lo imaginado...

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