Miguel de Cervantes (1547-1616)
Primera parte. Capítulo I.
Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los más del año) se daba a leer los libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza y aun la administración de su hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías en que leer, y así, llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos, ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva.
Primera parte. Capítulo II.
Advertido y medroso desto el caballero, trujo luego un libro donde asentaba la paja y cebada que daba a los arrieros, y con un cabo de vela que le traía un muchacho, y con las dos ya dichas doncellas, se vino adonde don Quijote estaba, al cual mandó hincar de rodillas; y leyendo en su manual (como que decía alguna devota oración), en mitad de la leyenda alzó la mano y diole sobre el cuello un buen golpe, y tras él, con su misma espada, un gentil espaldarazo, siempre murmurando entre dientes, como que rezaba.
Primera parte. Capítulo VI.
El cual aún todavía dormía. Pidió las llaves, a la Sobrina, del aposento donde estaban los libros autores del daño, y ella se los dio de muy buena gana; entraron dentro todos, y la Ama con ellos, y hallaron más de cien cuerpos de libros grandes, muy bien encuadernados, y otros pequeños; y así como el Ama los vio, volvióse a salir del aposento con gran priesa, y tornó luego con una escudilla de agua bendita y un hisopo, y dijo: - Tome vuestra merced, señor licenciado; rocíe este aposento, no esté aquí algún encantador de los muchos que tienen estos libros.
Primera parte. Capítulo VIII.
Y diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Rocinante, sin atender a las voces que su escudero Sancho le daba, advirtiéndole que, sin duda alguna, eran molinos de viento, y no gigantes, aquellos que iba a acometer. Pero él iba tan puesto en que eran gigantes, que ni oía las voces de su escudero Sancho, ni echaba de ver, aunque estaba ya bien cerca, lo que eran; antes iba diciendo en voces altas:
- Non fuyades, cobardes y viles criaturas; que solo un caballero es el que os acomete.
Primera parte. Capítulo I.
Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los más del año) se daba a leer los libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza y aun la administración de su hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías en que leer, y así, llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos, ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva.
Primera parte. Capítulo II.
Advertido y medroso desto el caballero, trujo luego un libro donde asentaba la paja y cebada que daba a los arrieros, y con un cabo de vela que le traía un muchacho, y con las dos ya dichas doncellas, se vino adonde don Quijote estaba, al cual mandó hincar de rodillas; y leyendo en su manual (como que decía alguna devota oración), en mitad de la leyenda alzó la mano y diole sobre el cuello un buen golpe, y tras él, con su misma espada, un gentil espaldarazo, siempre murmurando entre dientes, como que rezaba.
Primera parte. Capítulo VI.
El cual aún todavía dormía. Pidió las llaves, a la Sobrina, del aposento donde estaban los libros autores del daño, y ella se los dio de muy buena gana; entraron dentro todos, y la Ama con ellos, y hallaron más de cien cuerpos de libros grandes, muy bien encuadernados, y otros pequeños; y así como el Ama los vio, volvióse a salir del aposento con gran priesa, y tornó luego con una escudilla de agua bendita y un hisopo, y dijo: - Tome vuestra merced, señor licenciado; rocíe este aposento, no esté aquí algún encantador de los muchos que tienen estos libros.
Primera parte. Capítulo VIII.
Y diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Rocinante, sin atender a las voces que su escudero Sancho le daba, advirtiéndole que, sin duda alguna, eran molinos de viento, y no gigantes, aquellos que iba a acometer. Pero él iba tan puesto en que eran gigantes, que ni oía las voces de su escudero Sancho, ni echaba de ver, aunque estaba ya bien cerca, lo que eran; antes iba diciendo en voces altas:
- Non fuyades, cobardes y viles criaturas; que solo un caballero es el que os acomete.