Luis de Góngora y Argote
“Goza cuello, cabello, labio y frente
Antes que lo que fue en tu edad dorada,
Oro, lirio, clavel, cristal luciente,

No sólo en plata o viola truncada
Se vuelva, mas tú y ello juntamente
En tierra, en humo, en polvo, en sombra,
en nada.”


Luis de Góngora es el poeta más original e influyente de todo el Siglo de Oro español. Su obra poética rompe moldes e inaugura un nuevo lenguaje cuya virtualidad, aún insuperable, sigue marcando rumbos en la poesía contemporánea.

Lo luminoso y lo oscuro en Góngora surgen de una misma raíz proteica, capaz de enfrentar el doble espejo en el que todos nos miramos; ampliando, a la vez, la dimensión de sus límites. El Polifemo y Las Soledades se constituyen en las dos obras más imaginativas y complejas de la poesía universal, retando la inteligencia y la razón humanas, mostrándonos un camino que nadie como él supo vislumbrar.


Don Luis de Góngora y Argote nace en Córdoba el 11 de julio de 1561. Va a ser el primogénito de la unión matrimonial de don Francisco de Argote y doña Leonor de Góngora, padres de otros tres hijos: doña Francisca de Argote, doña María Ponce de León y don Juan de Góngora y Argote. No debe extrañarnos la disparidad de apellidos porque, en el siglo XVI, no existía la canónica fijeza actual. Don Francisco de Argote, progenitor del futuro poeta, quedó relegado en la herencia de un rico mayorazgo, porque era hijo de un segundo matrimonio de padre. De nada sirvió el pleito en que se vio envuelto por la partición de los bienes, siendo todavía un niño, contra su hermanastro don Alonso de Argote. Don Francisco quedó pobre obteniendo sólo una modesta concesión de alimentos que contrastaba vivamente con una asombrosa riqueza espiritual. El padre de Góngora se había licenciado en Salamanca, pretensión que albergaba para su primogénito, y era un gran erudito, poseedor de una importante biblioteca que él valoraba en más de quinientos ducados.

Al parecer, su suerte estriba en haber gozado de los favores del secretario de Carlos V, don Francisco de Eraso, a quien el emperador nombrará comendador de Moratalaz y señor de Mohernado, detentando el cargo de notario real y sirviendo de igual modo al heredero Felipe II que había recibido el encargo de su padre de tratarlo como si fuera el legado de otro reino. El secretario Eraso lo distinguió con algunos nombramientos temporales como juez de residencia (con atribuciones de corregidor) en Madrid, Jaén y Andújar. Más tarde, este humilde jurisconsulto desempeñó para la Inquisición, en la ciudad de Córdoba, el cargo de juez de bienes confiscados. La incesante providencia del secretario Eraso hacia el padre y el tío de Góngora, don Francisco, proviene de un confuso episodio acerca de doña Ana de Falces, madre de doña Leonor de Góngora y abuela del poeta. En 1568, a propósito de unas pruebas de limpieza de sangre de don Francisco de Góngora, inexcusables en la época para obtener cargos y privilegios, se aviva el rumor extendido durante setenta y cinco años de que doña Ana había sido hija de un sacerdote racionero de la catedral de Córdoba, bulo que amargó la infancia del poeta y lo persiguió durante toda su vida, porque lo probado es que el tal clérigo era hermano de doña Isabel que vivía con él, viuda de Hernando de Cañizares, según testamento de la bisabuela de Góngora, aunque Ana fuera fruto extramatrimonial de doña Isabel con Alonso de Hermosa, capitán muerto en la guerra de Granada y pariente próximo (hermano de abuelo o abuela) de don Francisco de Eraso, lo que explicaría la protección del poderoso secretario a la familia de los Góngora.

Es bastante seguro que Luis de Góngora naciera en casa de su tío el racionero don Francisco de Góngora, cerca de la catedral, en el lugar que ocupa el hoy número 9 de la calle de Tomás Conde (anteriormente conocida con el nombre "de las Pavas"), quien disfrutaba, por un lado de sus beneficios eclesiásticos y, por otro, de los bienes adquiridos por favor o compra. Con todos ellos formó un mayorazgo que legó a don Juan, el hermano menor de don Luis, mucho menos dotado intelectualmente, obteniendo para Luis la dignidad de racionero. No sería muy diferente la niñez de Góngora de la de otros niños de su edad y condición. Algunos entretenimientos infantiles de esta primera época pueden conocerse en el poema "Hermana Marica", uno de sus más famosos romancillos:

Hermana Marica,
Mañana que es fiesta
(…)
Iremos a misa,
veremos la iglesia
(…)
Y en la atardecida,
en nuestra plazuela,
jugaré yo al toro
y tú a la muñecas.
(…)
Y si quiere madre
dar la castañetas
podrás tanto de ello
bailar en la puerta.
Y al son del adufe
Cantará Andrehuela.
(…)
Jugaremos cañas
junto a la plazuela.

Probablemente realizara, entre los años 1570 a 1575, sus primeros estudios en el colegio que dirigían, en Córdoba, los padres de la Compañía de Jesús. Es evidente el respeto que Góngora sentía por sus maestros jesuitas. En el Panegírico al Duque de Lerma, se refiere a ellos como "ganado" de San Francisco de Borja, tío del duque, al que el poeta canta:

Joven después, el nido ilustró mío,
redil ya numeroso del ganado,
que el silbo oyó de su glorioso tío.

El talento natural del joven Góngora, que había sorprendido a Ambrosio de Morales, determinó a su tío Francisco de Góngora a conferirle los beneficios eclesiásticos de la ración catedralicia que lo convertirá en clérigo a la temprana edad de catorce años, sin tener muy en cuenta el grado de su vocación religiosa. Por instancias del generoso tío, don Luis fue enviado a estudiar a Salamanca. Además de su la manutención del estudiante, la familia puso a su disposición un ayo que no hizo más que sumar gastos a la estancia universitaria, agravado por la falta de interés del joven racionero. Góngora aparece matriculado en Cánones en 1576 y continúa hasta el curso de 1579-1580, entre los estudiantes hijos de familias nobles y pudientes, pero no hay ninguna huella de que obtuviese algún título. Hasta Pellicer pudieron llegar testimonios fehacientes de la vida que el joven Góngora llevó en Salamanca:

Fue adquiriendo el título de primero entre catorce mil ingenios que se describían o matriculaban en aquella escuela entonces...; obedeciendo a su natural, se dejó arrastrar dulcemente de lo sabroso de la erudición y de lo festivo de las Musas... Con este dulce divertimiento, mal pudo granjear nombre de estudioso ni de estudiante; pero él trocaba gustoso estos títulos al de poeta erudito, el mayor de los de su tiempo, con que comenzó a ser mirado y aclamado con respeto.

En Salamanca se cuajó la vocación literaria de Góngora, quien se convertiría en el poeta más renombrado de su época, recibiendo encarecidos elogios de su paisano Juan Rufo y del mismo Cervantes. Hay que aportar, en su alegato, que conocía el latín y leía el italiano y el portugués, e incluso se atrevió a escribir algún soneto en estas lenguas. Las primeras composiciones del poeta llevan la fecha de 1580. Ciertamente Góngora, desde sus primeros versos, era ya un poeta culto. El esdrújulo italiano, el léxico latinizante, las menciones mitológicas, el indomable hipérbaton y otras cuestiones estilísticas dejan patente este destino literario. Pero igualmente, por estos mismos años, escribía sabrosas composiciones llenas de humor e ingenio, letrillas y romances de tono claramente popular. El Góngora esotérico y el Góngora franco coexistirán sin enfrentarse a lo largo de su vida, marcada asimismo por un constante ejercicio entre su condición de racionero y sus aspiraciones mundanas.

El hecho de que Góngora no manifestara una exultante vocación ministerial no indica que fuera un clérigo reprobable. Tras aceptar la ración legada por su tío don Francisco en la catedral de Córdoba, recibe las primeras órdenes mayores y comienza a ocupar diferentes cargos en el Cabildo, lo que indica la confianza que sus compañeros ponen en él ya que, en aquel tiempo, estos puestos se obtenían por votación. Sus desvíos se referían más a la propensión de frecuentar ambientes dudosos que a la frialdad religiosa. Hemos de tener en cuenta que don Luis no era sacerdote en aquel tiempo y la condición clerical era la excusa para cobrar sus rentas. Cuando en 1587 ocupa la sede de Osio don Francisco Pacheco, hombre austero y obispo de criterio riguroso, canónigos y racioneros fueron sometidos a un severo interrogatorio. A las acusaciones que se le imputan de asistir escasamente al coro, vivir como mozo y andar en cosas ligeras, concurrir a fiestas de toros, tratar representantes de comedias y escribir coplas profanas, don Luis responde con mucha sutileza y no poca ironía, concluyendo que no son suyas todas las letrillas que se le achacan y que prefiere mejor ser condenado por liviano que por hereje, respuesta que, según Artigas, biógrafo del poeta, nos ofrece un clarividente retrato moral de Góngora en sus primeros tiempos de racionero, a los veintiocho años.

En los años sucesivos, Góngora alterna la poesía con sus obligaciones de racionero entre las que se contaban los viajes a comisiones del Cabildo (Palencia, Madrid, Salamanca, Cuenca, Valladolid). Góngora gustaba de estos viajes que lo relacionaban con obispos y personajes nobles, aunque su salud se resintiera considerablemente en ellos. El ambiente de la corte, donde se reunía la pléyade de escritores y el círculo clasista de elegidos, entusiasmaba al racionero que cada vez demoraba más su regreso a Córdoba. En vano pudo resistirse a estas ilusiones cortesanas aunque no le acarrearon más que decepciones y ruina. En 1603, con cuarenta y dos años, regresa a Córdoba. Sólo era par al deseo cortesano, la ardorosa defensa de los suyos que no se perturbó hasta el final de su vida, angustiado como estaba por la enfermedad y las deudas.

Su mayor obsesión será ahora buscarse mecenas que pudieran definitivamente situarlo en el lugar de privilegio que anhelaba, con la obtención de todas las prerrogativas pero tampoco en este sentido lo favorecerá la suerte a pesar de volcar todo su talento poético en la exaltación de las virtudes de sus protectores. Requiere en primer lugar la protección del Marqués de Ayamonte a quien, tras visitar en 1607 en su residencia onubense de Lepe, dedica bellos sonetos. Casi todos los viajes dejarán una impronta precisa en la obra literaria de don Luis de Góngora. El Marqués muere este mismo año, frustrando las ilusiones del poeta. No tuvo éxito su aspiración de acompañar al Conde de Lemos en su nuevo destino como virrey de Nápoles. Los viajes, infructuosos para su empeño, lo van desanimando. En 1609 visita Álava, Pontevedra, Alcalá y Madrid. Por su poesía advertimos que Galicia no le gusta y que cada vez está más hastiado de Madrid. Pero ciertamente también colaborarían a esta decepción el conocimiento de las insidias de la Corte, promovidas por los poderosos cuyo sentido de la justicia difería de todo noble afán, y la tristeza por las tropelías de los que no podían soportar su superioridad poética reconocida ya en su tiempo, anhelando, aunque no fuera más que por oxigenarse, la paz del campo, la soledad y el silencio, huyendo de la ciudad que lo oprime y decepciona, pero a la vez buscando liberarse de sus obligaciones capitulares para refugiarse en su heredad de Trassierra y entregarse allí a un quehacer poético del que, hasta entonces, no había comprendido su verdadera dimensión.

En Córdoba comienza una febril etapa de escritura, tocada por el ardor culto. En 1611 nombra coadjutor de su ración a un sobrino suyo, lo que le permite una gran libertad y tiempo para acometer sus más grandes empresas literarias. Entre 1612 y 1613 trabaja en sus dos poemas más extensos y ambiciosos, razón de sus preocupaciones más íntimas. En 1613, la existencia de estos poemas son conocidos en Madrid, donde versos del Polifemo serán leídos en algún cenáculo. La controversia estaba servida. Góngora vivía en Córdoba pero no había perdido los deseos de medrar en la corte. Había cumplido los cincuenta y cinco años cuando comenzaba el Panegírico al Duque de Lerma, don Francisco de Sandoval y Rojas, confiando en obtener los favores del aristócrata, primer ministro y valido del rey Felipe III. Su situación económica no era precisamente boyante. Su renta le hubiera permitido vivir holgadamente en Córdoba pero don Luis era dispendioso. No duda en favorecer a sus sobrinos y entre ellos reparte sus cargos eclesiásticos. El gran pagador de estos dispendios es su administrador Cristóbal Heredia a quien esquilmará cuando decide afincarse definitivamente en la Corte, lo que ocurrirá en abril de 1617. Por indicación del Duque de Lerma, Felipe III le concede una capellanía real, para lo que necesitará ordenarse de sacerdote. Las pretensiones de Góngora se desmoronaron cuando tanto Lerma como Rodrigo Calderón, a quien llamaban "valido del valido", perdieron el favor del rey. Góngora se niega a aceptar el final de sus pretensiones ni siquiera cuando pierde la Chantría de Córdoba que, con tanto fervor, había reclamado. Madrid no es Córdoba y las rentas, que en la capital andaluza daban para vivir, resultaban escasas para la Corte, dado el insaciable afán del poeta por el juego y la vida acomodada, términos que él no reconocería frente a sus familiares.

Cuando, en marzo de 1621, Felipe IV sube al trono de España, precipitando la ejecución de Rodrigo Calderón, acaecida en octubre de este mismo año, Góngora busca de inmediato congraciarse con el nuevo favorito: el Conde Duque de Olivares quien no parece acordarse de que don Luis es el autor del Panegírico aunque no le niega totalmente su favor. La reavivación de los luctuosos hechos sobre la limpieza de sangre de doña Francisca, el asesinato del Conde de Villamediana y la muerte del Conde de Lemos, en 1622, terminaron por desengañar a Góngora aunque continúa en la Corte, confiando en la generosidad del esquivo Olivares, quien promete sin cumplimiento. Las deudas son cada día más intolerables. Tiene que recurrir a la venta de sus objetos personales para subsistir. El Conde Duque sigue dándole largas. Es evidente que su favor es sólo aparente y la situación del poeta resulta insostenible. Ni siquiera la promesa de Olivares de editar las obras del poeta, que andaban de mano en mano, mezcladas con otras de incierta autoría que le imputaban, quedará en frustrada ilusión. En 1626, el poeta, enfermo, incapaz de sostener la pluma, se rinde a la evidencia y al nihilismo.

Tal vez toda la vida del poeta fuera una frustrada búsqueda de la afectividad verdadera. Su aspecto exterior podría no reflejar con exactitud lo que sentía en su interior. Calvo, con el pelo aún oscuro, frente despejada, nariz fina y aguileña, rostro alargado, fuerte entrecejo, la boca hundida, obstinada, marcados pliegues en las comisuras, la barbilla y sobre el bigote; un lunar en la sien derecha. Todo en él indica inteligencia, agudeza, fuerza, precisión, desdén. Tal vez, reitero, el dudoso sentido religioso que se le imputa a Góngora, al que se califica de poco caritativo o misericordioso por su acerada y terne burla contra los hombres y las mujeres, esconda un deseo consciente o no de comunicación afectiva que su carácter, tan vivo a veces y tan huraño otras, había contra su voluntad estrangulado.

Enfermo de esclerosis vascular, causa probable de su amnesia, regresa a Córdoba. Ya no manifiesta la pasión familiar de antaño e incluso se queja del maltrato de sus parientes. Esta situación cambia posteriormente y es bastante seguro que la familia, especialmente su sobrino don Luis, al que había favorecido con la suplencia de su ración en la catedral, viendo cercana la hora de su muerte, conviniera en cuidarlo. Al interesado sobrino cede Góngora todos los derechos sobre su obra aunque no se preocupó nunca por editarlas, enfrascado como estaba en asegurarse su sucesión como racionero propietario en el Cabildo. El poeta muere en Córdoba el 23 de mayo de 1627, tal vez sin asumir conscientemente que acababa de crear un nuevo lenguaje al tratar de transgredir una realidad que lo había llevado en cierto modo a la enajenación y el inconformismo. Pidió ser enterrado, junto a sus padres, en la capilla de San Bartolomé de la Santa Iglesia Catedral de Córdoba, aunque sus huesos no han podido ser identificados.

Manuel Gahete Jurado

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