Es brutal y lo embrutece todo. Y nos embrutece a nosotros. Es un síntoma de la barbarie de nuestros tiempos.
El otro día en Madrid, en la estación de metro Sol las máquinas no funcionaban. Le pedí ayuda a un empleado y me dijo que no sabía. Y perdí mi tren a Salamanca en Chamartín. Supongo que eso se llama progreso.
Al entrar en mi edificio el procedimiento automático no enciende la luz hasta que ya estoy en la puerta de mi piso, subo las escaleras a oscuras. Con un simple conmutador subiría las escaleras con luz. Pero supongo que eso es un progreso.
Llamas a una empresa para preguntar algo y te sale una máquina: si quiere tal cosa diga 1, si quiere tal otra diga 2, etc Cada vez en más sitios hablas con máquinas y no con personas. Y las máquinas no razonan, no saben de lo que está fuera de sus opciones, no tienen vida. Pero supongo que eso es un progreso.
Dicen que no pasan nada con que se pierdan empleos, que aparecerán otros empleos. ¿Y qué pasa con los usuarios, que los zurzan? ¿Esto mejora la calidad de vida? Algo que era tan sencillo antes ahora se vuelve complicado y frío.
Pero supongo que eso es un progreso.
A mí me parece una nueva barbarie, la brutalidad de las máquinas sin alma, el fin de la sensibilidad y la vida. En el bajo de mi edificio mi panadero me hace bromas sorprendentes y me comenta cosas.
¿Lo van a cambiar por una máquina? Me dirá repetitivamente siempre las mismas cosas. Supongo que eso sería un progreso.
Nos dicen que es el futuro, que es inevitable. ¿Y por qué va a ser inevitable? Solo será inevitable si la mayoría lo queremos. Pero supongo que la mayoría es masoquista, inerte. Hay que dejarse llevar, que hagan con uno lo que quieran.
Es brutal y lo embrutece todo. Me recuerda a aquellos artistas y poetas de la ciudad de Hagzhou, en la época Song, con sus lagos y sus pabellones exquisitos. Mientras afuera se preparaba los bárbaros mongoles para conquistarla y arrasarla.
Ellos se ocupaban de la sutileza de la vida, hacían pinturas donde se captaba la vitalidad onírica de la naturaleza, escribían poemas donde entraban todos los matices de los instantes. Y afuera los bárbaros solo afilaban sus armas. Sus armas de prepotencia y de conquista.
Dentro en la ciudad los poetas y su público querían sentir. Afuera, en los campamentos, los guerreros de la estepa querían conquistar y simplificar. Dentro querían sentir, afuera querían poseer.
Eran un adentro y un afuera, como ahora. Las máquinas son el afuera y la prepotencia brutal. Nosotros, algunos, somos el adentro y el no dejarse dominar. O el preservar al menos algún jardín en alguna esquina escondida, que no exista para ellos.
Ellos están con sus máquinas y sus programas. Incluso las editoriales funcionan con máquinas y con programas. Nosotros, algunos, estamos con Chopin. Cultivamos rosas de verdad (no de plástico, ni diseñadas genéticamente) mientras ellos afilan sus armas y sus códigos digitales.
Somos la sensibilidad y su lucidez contra el embrutecimiento de las máquinas y sus programas y su hacerlo todo mecánico y rutinario.