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© Pedro Jaén (@profesorjaen) |
El pobrecito se queja. Y mucho. Toda su vida es una desgracia perpetua y nunca ve lo bueno que pueda haber. Y lo peor es que siempre es por culpa de otros: el capitalismo, la necesidad de trabajar, el esfuerzo, el sacrificio, la abnegación, Franco, la Iglesia, el imperio o incluso profesionales liberales que tienen capacidad de emitir juicios que le afectan en su pobrecita vida (profesores, médicos, abogados,...). Contra estos últimos, ocurre que el pobrecito siempre sabe más y lleva la razón, a pesar de no haber estudiado (por culpa de otros, claro, que le obligaron a trabajar y le impidieron en toda su vida una ocasión de formarse para poder mejorar, promocionar, ascender,... o competir).
Cuando un pobrecito está solo, ocurre que a veces se mira en el espejo (o un buen amigo le advierte) y se da cuenta de que no puede seguir así porque siendo un parásito inútil no se sentirá jamás realizado como individuo libre, con todas sus consecuencias. Coger la vida por los cuernos no es fácil, pero cuando se hace y se saborea la libertad individual, no hay nada mejor.
Pero cuando varios pobrecitos 'se juntan' como rebaño, surge el colectivismo y se hacen fuertes ante un mundo malvado y opresor, de lobos madrugadores e individualistas. Entonces hay que empezar a decir 'pobrecitos y pobrecitas', se empiezan a esconden tras la palabra 'pueblo' o 'nación' (inventada), exigen derechos (pero sin deberes para con los otros),... Y puede llegar el caso de que con esos discursos alcancen el poder. Y un pobrecito en el poder sólo sabe dictar, porque sólo él es conocedor de la Verdad absoluta gracias a “la universidad de la vida” o porque es obrero y esas cosas. Eso sí: las dictaduras de los pobrecitos son de las buenas. Las dictaduras malvadas y que hay que exhumar de la memoria (o mejor, manipular) son las de los que cogen un país en ruinas tras una Guerra Civil, lo levantan, forjan una clase media, desarrollan una seguridad social, ponen a su país en el mundo y finalmente favorecen una transición democrática ejemplar.
Pocas cosas me dan más coraje (que es como llamamos aquí a la rabia) que una persona dando pena. He tenido la suerte de conocer a personas extraordinarias que han montado empresas, han dado trabajo a cientos de personas, han superado enfermedades, han perdido a seres queridos en situaciones dramáticas, han llevado adelante a una familia numerosa, han recorrido kilómetros en busca de empleo,... Y jamás han ido por ahí llorando ni dando pena a nadie. Mi admiración siempre hacia todos ellos, y mi desprecio integral para los pobrecitos, penosos.