Miguel Delibes

Si el elemento capital de la literatura urdida por Delibes deviene en la silueta del ser humano que encuadra sus contradicciones con el progreso y con la finitud de la existencia, hemos de subrayar a modo de epígrafe los versos que Jorge Guillén le dedicó, pues en ellos queda acotado ese perfil del escritor vallisoletano, de recia complexión ética:

Admiremos al hombre auténtico de veras,
Que sabe organizar su vivir y sus libros,
Muy al tanto de todo, sin inclinarse a nada,
Porque son tan ajenas
Al manantial continuo de gran inspiración;
Auténtico vivir cuajado en escritura
Límpida, magistral, y así tan convincente,
Un arte narrativo que recrea
Campo y Ciudad, sus luces y sus ideas,
Profundos los paisajes minuciosos,
Vegetaciones, hombres, animales,
En medio el cazador.

(Jorge Guillén; cit. por Manuel Alvar,
El mundo novelesco de Miguel Delibes,
Madrid, Editorial Gredos, 1987, p. 114).

Al hilo de todo ello, es obvio que para esclarecer las relaciones de este cazador con las letras conviene interpolar detalles de orden biográfico.
Siguiendo a cierra ojos el currículo, copiamos la fecha de su nacimiento —17 de octubre de 1920— y ésta nos sirve para discutir, sin extendernos en exceso, el marco generacional que más le conviene. A caballo entre la generación de 1936 y la de 1950, dice Edgar Pauk que «Miguel Delibes equidista de [Camilo José] Cela y [Juan] Goytisolo, y participa de algunas características de ambos, pero se mantiene independiente de los grupos que ambos representan, de tal modo que no es reconocido ni por el uno ni por el otro» (Miguel Delibes. Desarrollo de un escritor, Madrid, Editorial Gredos, 1975, p. 16). Como nunca escaparemos de la contradictoria variedad que son los corrillos y grupos literarios, más vale etiquetar por libre al novelista castellano. Afín a la teoría individualista, éste rehúye la significación colectiva y exige un trato personal, restringido, pues ni siquiera en la vida cotidiana gusta de las camarillas.

«La hurañía -explica el narrador- es algo que me ha caracterizado desde niño. Pero me parece que debo hacer una distinción: sí me gusta reunirme con la gente y conversar. Lo que no me gusta es conversar con la gente a codazos. A mí me agradan los espacios abiertos, me gusta la naturaleza, y también me alegra conversar con mis semejantes uno a uno, dos a dos, o tres a tres, pero no más» («Miguel Delibes. Un castellano de tierra adentro», entrevista por Joaquín Soler Serrano, Escritores a fondo. Entrevistas con las grandes figuras literarias de nuestro tiempo, Barcelona, Editorial Planeta, 1986, p. 17). Así, pues, conviene precisar los argumentos sin caer en los planos generales, o peor, en los tópicos de grupo. Y si hablamos de estirpe en el terreno artístico, habrá que someterla a la línea familiar. De hecho, el abuelo paterno, Frédéric Delibes Roux, posee un rasgo muy significativo al respecto. «Mi abuelo —dice Delibes— había sido un hombre muy raro, también huraño y retraído como yo, quizá más huraño y retraído que yo. Y no sabemos muchas cosas de él. La única, que era sobrino del compositor Léo Delibes, y a veces yo me pregunto si esta herencia, o querencia literaria y artística que he recibido, provendrá de este tío-abuelo francés, porque realmente en mi ascendencia española no encuentro antecedente» («Miguel Delibes. Un castellano de tierra adentro», op.cit., p. 18). Según consta en los registros, monsieur Frédéric casó con Saturnina Cortés, y el matrimonio acabó afincándose en Valladolid. El hijo de ambos, Adolfo, contrajo a su vez matrimonio con María Setién, y fruto de ese enlace nacieron ocho hijos, el tercero de los cuales fue don Miguel.

Analizado en los elementos que lo componen, hay en el itinerario vital del escritor un curioso cruce de casualidades que lo conducen al quehacer literario. Tras cursar estudios en el colegio de La Salle y sufrir en su ánimo juvenil los estragos de la guerra civil, el joven Delibes toma los manuales de Derecho y Comercio con el propósito de labrarse un futuro gracias a tales conocimientos. Por un cauce inesperado, ingresa en 1941 como caricaturista en El Norte de Castilla, pero, como él mismo repetirá más adelante, la mano del destino es imprevisible, y su afición a las letras cobra impulso en el citado periódico: «En la vida había escrito más que dos docenas de cartas. Entonces tuve que soltar la pluma para redactar los sucesos, las necrológicas... lo que se hacía en un periódico de provincias. Pero al propio tiempo, y aunque parezca complicado de entender, el estudio del
libro de don Joaquín Garrigues, Curso de Derecho Mercantil, me puso en contacto con la literatura». Acá surge la pregunta: ¿Un manual destinado a los opositores puede excitar el gusto por la narrativa? El propio escritor aporta una contestación: «No es algo tan difícil de comprender si pensamos que don Joaquín Garrigues, el mercantilista, era un orteguiano: un hombre que se había criado a los pechos de Ortega, lo había admirado mucho y su estilo tenía mucho de orteguiano. Era éste un estilo preciso, brillante, que de repente, aun tratando de materias tan áridas, se iluminaba con una metáfora rutilante». Una forma de escribir como ésta, sobre ello no hay duda, encandila al joven estudiante: «Ya no me bastaba una forma cualquiera: buscaba una apropiada, que además fuese lo más precisa y brillante posible. De manera que, entre don Joaquín Garrigues, El Norte de Castilla y mi mujer [Ángeles de Castro], quien era muy aficionada a los libros, lograron que naciese mi afición a la literatura» (Entrevista registrada en vídeo, Serie Autores españoles contemporáneos, Centro de las Letras Españolas, Ministerio de Cultura, 1987).

En 1946 se casa con Ángeles, y animado en todo momento por ella, hilvana su primera entrega novelesca, La sombra del ciprés es alargada, con la cual ganará el premio Nadal e iniciará su trayecto profesional en este campo, gracias asimismo al decidido apoyo del editor Vergés. Al tiempo, gana las oposiciones para las cuales había estado preparándose, y para mayor tranquilidad de los suyos, consigue plaza como catedrático de Derecho Mercantil en la vallisoletana Escuela de Comercio. En paralelo, sube en el escalafón periodístico, y de redactor pasa a ocupar el puesto de subdirector de El Norte de Castilla. Eso ocurre en 1952. Seis años después, ya es director. Ni que decir tiene que su labor, aunque fructuosa, es complicada, sobre todo a la hora de sortear los interdictos de la censura. Su posición a favor de los sectores sociales más desfavorecidos no le facilita las cosas.

Aparte de acoger a jóvenes colaboradores como César Alonso de los Ríos, José Jiménez Lozano, Francisco Umbral o Manu Leguineche, Delibes caracteriza a la cabecera vallisoletana con un toque de rebeldía. Una muestra de ello es la página que lleva por título Castilla en escombros, a través de la cual se denuncia la mala situación de los campesinos castellanos. No obstante, y a pesar de tales esfuerzos, llega un momento en que el director se ve obligado a dimitir. Corre el año 1963. «Hay que recordar -escribe el propio César Alonso de los Ríos- que a la promulgación de la Ley de Prensa de 1966, le precedió una limpieza del mercado. [...] Entre estas víctimas anteriores a la ley de apertura está el propio Delibes, como director de El Norte de Castilla. Fueron tiempos dolorosos para Delibes, no ya por razones económicas o de prestigio profesional. Ello significaba un parón en la línea de El Norte de Castilla y enfrentamientos con algunos de los consejeros de la empresa, personas con las que mantenía estrechas relaciones personales. A Delibes le irritaba especialmente esta situación en la que la censura debía ser asumida por el propio director» («Delibes: periodismo y testimonio», en Miguel Delibes. Premio Letras Españolas 1991, Madrid, Ministerio de Cultura, Dirección General del Libro y Bibliotecas, Centro de las Letras Españolas, 1993, p. 109).

Forzosamente alejado de la vanguardia periodística, su trayectoria como novelista le permite difundir su filosofía vital por otros medios. No en vano, es ya un autor reconocido gracias a títulos como El camino (1950), Mi idolatrado hijo Sisí (1953), Diario de un cazador (1955) y La hoja roja (1959). Con esa trayectoria a sus espaldas, se propone denunciar en Las ratas (1962) la penosa situación en que viven muchos de sus paisanos. El punto de tangencia entre ese escrito y la literatura social es, a ojos de cierta crítica, algo evidente. Sin embargo, la obra toma otros caminos que, dentro de la literatura hispánica de estas fechas, resultan francamente originales. A saber: el registro etnográfico —plasmado, por ejemplo, en el vislumbre del habla popular—, la descripción casi científica de la naturaleza, la defensa de la integridad del medio y del hombre que lo habita, y por añadidura, una reflexión moral nada complaciente acerca de la pobre suerte que les está reservada a los humillados. Bien puede repetirse que dos temarios añaden profundidad a la contemplación realista: las inquietudes de la niñez, muy al unísono con lo expuesto en otras de sus obras, y un sondeo fecundo, vigoroso, de materias como la muerte, el afán de dominio y la violencia.

Por otro lado, tras diversos viajes por Europa e Iberoamérica y una estancia como profesor visitante en la Universidad de Maryland, el escritor publica varios libros de viajes, muy celebrados por el público lector. «Uno, claro es —escribe Delibes-, dispone también de su personal procedimiento de pasear por el mundo. Ignora si bueno o malo, pero es, sin objeción posible, el que mejor se acomoda a su manera de ser. Uno, por principio, trata siempre de eludir en sus paseos un plan preconcebido. Los paseos sistematizados, a juicio del que suscribe, suelen esterilizarse entre las mallas asfixiantes del programa» (Por esos mundos. Sudamérica con escala en las Canarias, Barcelona, Ediciones Destino, col. Áncora y Delfín, n.º 203, 1961, p. 7). Curiosamente, aunque emprende el reflejo narrativo de esos itinerarios, el escritor prefiere limitar la escenografía de sus novelas a los límites de los pueblos y las pequeñas ciudades. Por lo que a esa contextura literaria se refiere, «la vida en una gran ciudad —dice— no me es tan familiar como la vida en una pequeña ciudad. Por otro lado, pienso que en una pequeña ciudad, lo que el novelista tiene es un laboratorio mucho más eficaz que en una gran ciudad, para separar a las personas, y estudiarlas más a fondo de lo que se pueden estudiar en Madrid. Para calar un poco en la humanidad de mis personajes, que para mí es esencial» («Miguel Delibes. Un castellano de tierra adentro», op. cit., p. 23).

Un sustancioso capítulo de la literatura de Miguel Delibes lo componen aquellas obras cuya trama enmarca una profunda caracterización de los rasgos que prevalecen en la España de la primera mitad del siglo XX. Por esta vía, un vivo sentido del drama hispánico es la fuerza vinculatoria que une, más allá de sus particularidades y aun sin mezclar sus temas, entregas como Cinco horas con Mario (1966), Las guerras de nuestros antepasados (1975), El disputado voto del señor Cayo (1978) y Los santos inocentes (1981).
Sin un propósito partidista, el narrador diagnostica en ellas varias patologías de triste recuento: la persistente memoria de la guerra, la estructura oligárquica de la vida campesina, el torpe avance del progreso, la pérdida de una genuina sabiduría popular, el abandono de la tierra, y por supuesto, los daños causados a la naturaleza. No en vano, Delibes proclama su gusto por un antiquísimo deporte, la caza, a través del cual se ha ido formando un claro concepto de la fragilidad que caracteriza nuestro entorno. A modo de digresión, no está de más repetir que este cazador que escribe mide sus pasiones con la escopeta al hombro, y en ello descubre gozos, inquietudes e incluso finezas del espíritu. Ante una actividad que goza de tan altísimo aprecio para él, no duda en señalar que «el hombre-cazador o el hombre-pescador, que tanto monta, sale al campo, no sólo a darse un baño de primitivismo, sino también a competir, a comprobar si sus reflejos, sus músculos y sus nervios están a punto, y para ello, nada como cotejarlos con los reflejos, los músculos y los nervios de animales tan difidentes y escurridizos como pueden serlo una trucha o una perdiz silvestres» (He dicho, Barcelona, Destino, 1996, pp. 40-41).

Elegido miembro de la Real Academia el 1 de febrero de 1973, lee su discurso de ingreso el 25 de mayo de 1975. El significativo título de esa alocución es El sentido del progreso desde mi obra. Dicha inquietud no es nueva en Delibes. «Así, en 1972 —refiere Fernando Parra—, anticipándose al famoso hito de la Conferencia de Estocolmo sobre el Medio Ambiente Humano (...) publicó La caza en España en la que advertía sobre los peligros del deterioro ecológico en nuestro país, tanto en relación a la desaparición de hábitats y ecosistemas valiosos (...) como a la extinción de especies, como el urogallo, o los peligros para la fauna —cinegética y no tanto— de los cambios de la agricultura con la creciente mecanización, aumentos del regadío, abonos, etc.» («Delibes al aire libre: Un ecologista de primera hora», en Miguel Delibes. Premio Letras Españolas 1991, op. cit., p. 88).

Aun sin paliar el dolor que le causa la desaparición de su esposa Ángeles, el público y la crítica salen al encuentro de Delibes, festejan sus virtudes literarias, y lo que es más importante, premian la sostenida coherencia de su ideario personal: humanista, libre de pensamiento y ejemplo de virtudes ciudadanas, gracias sin duda a cierta fermentación del mejor liberalismo. «Para mí —escribe César Alonso de los Ríos— Delibes ha sido trascendental. Y no sólo porque me orientó hacia el periodismo, sino porque me enseñó el difícil ejercicio de dudar y de saber reconocer las razones del otro. Un liberalismo radical que nada tiene que ver con el dogmatismo del liberalismo económico y político. Aprendí en él, antes que en Gramsci, que hay que ser pesimistas de inteligencia y optimistas de voluntad. Delibes ha sido para mí una referencia ética» («Miguel Delibes», Premios Cervantes. Una literatura en dos continentes, Madrid, Ministerio de Cultura, Dirección General del Libro y Bibliotecas, 1994, p. 338).
Dentro de estas consideraciones, el elogio generalizado se aprecia bien a la hora de llegar a manos de Delibes los galardones de mayor enjundia: el Príncipe de Asturias (1982), el Premio de las Letras Españolas (1991) y el Cervantes (1993). Menudean los tratados y monografías en torno a su obra, los cineastas codician los derechos de adaptación de sus novelas y las ventas de todas ellas exigen nuevas reimpresiones. No extraña, por todo ello, que la última entrega novelesca del escritor, El hereje (1998), sobrepase las perspectivas de sus editores. De hecho, esta magnífica expresión del conflicto religioso del siglo XVI, meditada profundamente, rica en ingredientes morales y plasmada con una riqueza de estilo que reúne lo mejor del temperamento del autor, da a entender que los límites de su obra completa aún no se han cerrado y admiten una gozosa dilatación.

En el principio de esta página aludíamos, con Jorge Guillén, al manantial continuo de gran inspiración que caracteriza la literatura de nuestro escritor. Aunque quizá resulte siempre arbitrario el ejercicio de rastrear las fuentes de una inspiración semejante, vamos a cerrar este inventario biográfico aludiendo a los literatos que han ido moldeando la personalidad literaria de Miguel Delibes. Como él mismo dice, en todo escritor influyen aquellos autores que anteriormente leyó. Sus primeras lecturas, como era imaginable en un niño de la época, llevan la firma nada trivial de los cuentistas nórdicos, con Perrault y el admirable Andersen a la cabeza. Luego, «viene una desconexión con estos autores infantiles, y paso a una época en que me empezaron a gustar los novelistas de horizontes abiertos, como eran Oliver Curwood y Zane Grey». O dicho de otro modo, peripecias en la frontera americana, lances de cazadores y tramperos, hazañas de buscadores de oro y otros viajes al fondo de lo desconocido que también formula, singularmente en su ciclo canadiense, el prolífico Emilio Salgari, «el novelista del puro disparate aventurero, pero que también llenó una época de mi vida».

No deja de ser significativa esa insistencia en invenciones relacionadas con la naturaleza salvaje y sus asperezas. «Esto es lo que estimo que hay de particular en mí —confirma—: esa atracción por el novelista de aire libre por encima del novelista de imaginación. Luego, aunque tardía, llega la lectura de grandes maestros. Ya no sé ni en que orden se efectuaron estas lecturas. Sí puedo decir que me ha gustado mucho Julien Green, el americano afrancesado. También me siguen interesando mucho Proust, Dostoyevski, Chejov, Virginia Woolf —a pesar de su complejidad expositiva— y otros autores americanos e italianos. He leído prácticamente de todo, sin olvidar los clásicos españoles» (Entrevista registrada en vídeo, op.cit.). Y el resultado de esa fruición, a la vista está, rige en toda su obra. Por razones obvias, este perfil de lector es necesariamente parcial, pero incita a un sondeo más hondo. Con todo, los detalles que hemos apuntado bastan para sugerir una inteligencia literaria bien sólida y ordenada, cuyas leyes corresponden a ese vínculo que Borges atribuyó a Tolstoi: el conocimiento del hombre conjugado con la perfección literaria.

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