Miguel de Cervantes Saavedra

Cervantes en su vivir
Jean Canavaggio

Reconstruir en sus etapas sucesivas la vida de Miguel de Cervantes, más allá de las estampas consagradas por la posteridad, no deja de plantear múltiples interrogantes. Ciertamente, la exploración sistemática de los archivos, públicos y privados, iniciada en el siglo XVIII y proseguida ininterrumpidamente hasta nuestros días, ha permitido reunir poco a poco una documentación significativa. Sin embargo, todavía quedan muchas oscuridades, que afectan no sólo a la infancia del escritor, sino a varios momentos decisivos de su existencia, como los años que, entre 1597 y 1604, van desde su encarcelamiento en Sevilla hasta su instalación en Valladolid, en vísperas de la publicación de la primera parte del Quijote. Más aún, si tratamos de ir más allá de la mera materialidad de los hechos, resulta que ignoramos todo o casi todo sobre las motivaciones subyacentes a la mayoría de sus decisiones: la partida para Italia en 1569 a los veintidós años; el alistamiento, en 1571, en el ejército de la Santa Liga; el regreso a España, en 1575, frustrado por su captura en manos de piratas argelinos y, tres años después de haber contraído matrimonio en Esquivias, las peregrinaciones por Andalucía, entre 1587 y 1597, del recaudador de abastecimientos e impuestos; por último, tras volver a Madrid en 1608, el retorno definitivo a las letras.

Ello explica -aunque no justifica los abusos- la atención prestada a sus ficciones, para tratar de suplir las lagunas de nuestra información, buscando, en un intento algo capcioso, si no un autor cuyo perfil perdido se nos descubre desde un enfoque indirecto, al menos todo aquello que sea susceptible de iluminarlo. Pero Cervantes rara vez se expresa en nombre propio, ya que suele delegar sus poderes en narradores imaginarios, como Cide Hamete Benengeli en el Quijote, o nos ofrece, en sus dedicatorias, sus prólogos y su Viaje del Parnaso, los fragmentos dispersos de un retrato de artista cuya verdad se sitúa más allá de cualquier verificación inequívoca.

Infancia

Si bien sabemos, desde mediados del siglo XVIII, cuál fue la patria de Cervantes -Alcalá de Henares-, así como el día en que fue bautizado -el 9 de octubre de 1547-, la fecha exacta de su nacimiento no se ha podido averiguar. Tan sólo se supone que podría haber sido el 29 de septiembre, día de San Miguel. Más llamativo resulta, a la hora de situar este acontecimiento en su debida circunstancia, el hecho de que ocurriese en una fecha clave: ese año, en efecto, desaparecen Francisco I en Francia y Enrique VIII en Inglaterra, mientras que el emperador Carlos V, vencedor en Mühlberg de los príncipes protestantes alemanes, se encuentra en la cumbre de su poder, y en tanto que se inicia una profunda reforma de la Iglesia Católica, al inaugurarse los trabajos del Concilio de Trento. En el ámbito propiamente peninsular cabe señalar, en ese mismo año, dos decisiones premonitorias de las actitudes características de la España filipina: la promulgación del primer Índice inquisitorial prohibiendo los libros sediciosos, y, votada por el cabildo de la catedral de Toledo, la adopción de los primeros Estatutos de limpieza de sangre.

En este contexto de repliegue, la ascendencia del escritor ha sido y sigue siendo tema muy controvertido. Aunque se le tenga por cristiano viejo en el informe preparado a instancias suyas a su regreso de Argel, nunca presentó la prueba tangible de su limpieza de sangre. Es cierto que su abuelo paterno, el licenciado Juan de Cervantes, fue abogado y familiar de la Inquisición, pero la mujer de éste, Leonor de Torreblanca, pertenecía a una familia de médicos cordobeses y, como tal, bien pudo tener alguna «raza» de confeso. En cuanto a Rodrigo, el padre de Miguel, se casa hacia 1542 con Leonor de Cortinas, perteneciente a una familia de campesinos oriundos de Castilla la Vieja; pero su modesto oficio de cirujano itinerante, así como sus constantes vagabundeos por la península, durante los años de infancia de sus hijos, no han dejado de suscitar sospechas, llevando a Américo Castro a considerarlo como converso, mientras otros cervantistas se negaban a admitir semejante hipótesis.

Así y todo, no debe exagerarse la trascendencia de esta controversia: caso de probarse algún día que Cervantes descendiera de cristianos nuevos, este descubrimiento dejaría intacto todo lo que media -y hay un abismo- entre su visión del mundo y la de un Mateo Alemán, contemporáneo suyo, y del que se sabe a ciencia cierta que lo era. El que el símbolo mismo del genio universal de España fuese un hombre obligado a callar sus orígenes, quizás ilumine tal o cual aspecto de su universo mental, pero nunca nos entregará la clave de su creación.

Nacido después de dos hermanas mayores, Andrea y Luisa, Miguel es el tercero de los cinco hijos que tuvo el cirujano -si se hace caso omiso de dos más, que murieron en la infancia-. Un hermano menor, Rodrigo, que compartiría su cautiverio en Argel, así como una hermana, Magdalena, vendrán luego a completar el cuadro. De los veinte primeros años de su vida y, más especialmente, de su formación académica, no se sabe nada seguro. Tampoco se puede asegurar que compartiera las estancias sucesivas de su padre, primero en Córdoba y luego en Sevilla: el testimonio de Berganza, en El coloquio de los perros, no basta para afirmar que Miguel fuera alumno del colegio fundado allí por los padres jesuitas:

Este mercader, pues, tenía dos hijos, el uno de doce y el otro de hasta catorce años, los cuales estudiaban gramática en el estudio de la Compañía de Jesús; iban con autoridad, con ayo y con pajes, que les llevaban los libros y aquel que llaman vademécum. El verlos ir con tanto aparato, en sillas si hacía sol, en coche si llovía, me hizo considerar y reparar en la mucha llaneza con que su padre iba a la Lonja a negociar sus negocios, porque no llevaba otro criado que un negro, y algunas veces se desmandaba a ir en un machuelo aun no bien aderezado.

En cambio, se encuentra instalado con su familia en Madrid en 1566, en un momento en que Felipe II acaba de establecer allí su Corte.

Tres años después, Cervantes inicia su carrera de escritor con cuatro composiciones poéticas incluidas por su maestro, el humanista Juan de López de Hoyos, rector del Estudio de la Villa, en la Relación oficial que se publica con motivo de la muerte de la reina Isabel de Valois. En ella el editor le llama «caro y amado discípulo», sin que esta breve mención nos permita apreciar el grado de estudios alcanzado por un muchacho que no llegó a matricularse en ninguna Universidad, recibiendo, en el siglo XVIII, el calificativo, a todas luces inexacto, de «ingenio lego».

Lepanto

El mismo año en que esta relación sale de las prensas, Cervantes se va a Roma: partida repentina, ocasionada tal vez, si hemos de dar fe a una provisión real encontrada en el siglo XIX en el Archivo de Simancas, por un duelo en el que resultó herido Antonio de Sigura, un maestro de obras que pasaría más tarde a ocupar el cargo de intendente de las construcciones reales. A juzgar por el contenido del documento, el culpable -un tal Miguel de Cervantes, estudiante- había huido a Sevilla y era condenado en rebeldía a que le cortaran públicamente la mano derecha y a ser desterrado del reino por diez años. Fuese o no autor de dicha herida, Miguel, quizá recomendado por uno de sus parientes lejanos, el cardenal Gaspar de Cervantes y Gaete, pasa unos meses en Roma, al servicio del joven cardenal Acquaviva, como se infiere de sus posteriores confidencias a Ascanio Colonna, en la dedicatoria a La Galatea.

Juntando a esto el efecto de reverencia que hacían en mi ánimo las cosas que, como en profecía, oí muchas veces decir de V. S. Ilustrísima al cardenal de Aquaviva, siendo yo su camarero en Roma [...].

Pero pronto abraza la carrera de las armas, en una fecha incierta, aunque parece situarse en el verano de 1571, alistándose en la compañía de Diego de Urbina, en la que ya militaba su hermano Rodrigo. Esta determinación, tomada en el momento en que la Armada de la Santa Liga, a las órdenes de don Juan de Austria, va a hacer frente a la amenaza turca, acrecentada por la conquista de Chipre, le lleva a embarcarse en la galera Marquesa, llegando a combatir -«muy valientemente», al decir de sus compañeros- en la batalla de Lepanto. En esta circunstancia, a pesar de padecer calentura, se niega a «meterse so cubierta», ya que «más quería morir peleando por Dios e por su rey»; y, en el puesto de combate que se le asigna -el lugar del esquife-, situado en la popa del navío y particularmente peligroso, recibe dos disparos de arcabuz en el pecho, en tanto que un tercero le hace perder el uso de la mano izquierda; de ahí el sobrenombre que le daría la posteridad: «El manco de Lepanto». Él mismo evocaría, orgulloso contra Avellaneda, el suceso en el prólogo al Quijote de 1615:

Lo que no he podido dejar de sentir es que me note de viejo y de manco, como si hubiera sido en mi mano haber detenido el tiempo, que no pasase por mí, o si mi manquedad hubiera nacido en alguna taberna, sino en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros. Si mis heridas no resplandecen en los ojos de quien las mira, son estimadas, a lo menos, en la estimación de los que saben dónde se cobraron; que el soldado más bien parece muerto en la batalla que libre en la fuga; y es esto en mí de manera, que si ahora me propusieran y facilitaran un imposible, quisiera antes haberme hallado en aquella facción prodigiosa que sano ahora de mis heridas sin haberme hallado en ella.

Una vez recuperado de sus heridas en Mesina, Cervantes toma parte en las acciones militares llevadas con desigual fortuna, en 1572 y 1573, por don Juan de Austria en Navarino, Corfú y Túnez. Profundamente marcado por sus años de Italia, donde transcurre parte de la acción de varias de sus novelas (Curioso impertinente, Licenciado Vidriera, Persiles y Sigismunda, etc.), parece haber conservado especial recuerdo de los meses pasados en Nápoles: allí se le supone introducido en varios círculos literarios, llegando tal vez a conocer al pensador antiescólastico Bernardino Telesio, metamorfoseado, en La Galatea, en la noble y ambigua figura del sacerdote Telesio:

Y, estando en esto, oyeron el claro son de una bocina que a su diestra mano sonaba, y, volviendo los ojos a aquella parte, vieron encima de un recuesto algo levantado dos ancianos pastores, que en medio tenían un antiguo sacerdote, que luego conoscieron ser el anciano Telesio; [...] solía él convocar todos los pastores de aquella ribera cuando quería hacerles algún provechoso razonamiento, o decirles la muerte de algún conoscido pastor de aquellos contornos, o para traerles a la memoria el día de alguna solemne fiesta o el de algunas tristes obsequias.

Finalmente, decide regresar a España para conseguir el premio de sus servicios, con cartas de recomendación de don Juan y del duque de Sessa. El 26 de septiembre de 1575, la galera El Sol, en la que había embarcado tres semanas antes, cae en manos del corsario Arnaut Mamí, no en las inmediaciones de las Tres Marías, como se pensó hasta hace poco, sino, como ha demostrado Juan Bautista Avalle Arce, a la altura de las costas catalanas, no lejos de Cadaqués.

Cautiverio

Llevado a Argel como esclavo, Cervantes padece un cautiverio de cinco años que dejará profunda huella en su obra, y muy especialmente en sus comedias de ambiente argelino -Los tratos de Argel y Los baños de Argel- así como en el cuento del Cautivo, interpolado en la Primera parte del Quijote. Este cautiverio corresponde a un período que conocemos en sus grandes líneas: gracias a las declaraciones reunidas en las dos informaciones que, en 1578 y 1580, se hicieron a petición de Cervantes, las cuales recogen deposiciones de amigos y compañeros de milicia y esclavitud; gracias también a las pruebas que se conservan de las gestiones emprendidas por la familia de Miguel para obtener su rescate y el de su hermano; gracias, por último, a los datos que nos facilita la Topographía e historia general de Argel, publicada en 1612 a nombre de fray Diego de Haedo, pero que, en años más recientes, ha sido parcialmente atribuida por algunos al doctor Antonio de Sosa, compañero del futuro autor del Quijote, y por otros al propio Cervantes: una obra de sumo interés, en la que se nos dice que del cautiverio y hazañas del manco de Lepanto «pudiera hacerse particular historia».

Entre estas hazañas cabe destacar sus cuatro intentos frustrados de evasión, dos por tierra, y dos por mar, en las cuales siempre quiso asumir la responsabilidad exclusiva de las acciones. La última vez, en noviembre de 1579, es denunciado por un dominico oriundo de Extremadura, el doctor Juan Blanco de Paz, y comparece ante Hazán bajá, rey de Argel, que tenía fama de vengativo y cruel. Sin embargo, no se le castiga con muerte. La razón que se nos da -«porque hubo buenos terceros»- tal vez remita a una posible colaboración en los contactos de paz que los turcos intentaron establecer entonces con Felipe II, por medio de un renegado esclavón, llamado Agi Morato, incorporado más tarde por el escritor a sus ficciones.

Finalmente, en tanto que su familia realiza grandes esfuerzos por conseguir su libertad, es rescatado el 19 de septiembre de 1580, al precio de 500 ducados, por los padres trinitarios.

Retorno a las letras

A pesar de presentar información de sus servicios, Cervantes no consigue la recompensa esperada: tal vez por no poder prevalerse de los apoyos indispensables en un momento en que se agudizaban en la Corte las luchas de facciones, mientras Felipe II se había ido a ceñir la corona de Portugal, recién incorporado a sus dominios. A raíz de un viaje a Tomar, donde el rey había convocado las Cortes portuguesas, tan sólo se le encarga, en mayo-junio de 1581, una breve misión a Orán, donde se entrevista con el alcaide de Mostagán y cuya finalidad exacta se ignora.

Al volver a Madrid, inicia una vida marcada por varios episodios íntimos: unos presuntos amores con una tal Ana de Villafranca, también llamada Ana Franca de Rojas, esposa de un tabernero, que le dará una hija natural, Isabel, nacida en otoño de 1584; y, en diciembre del mismo año, su unión por legítimo matrimonio con Catalina de Salazar, hija de un hidalgo recién fallecido de Esquivias, tierra de viñedos y olivares. Este casamiento le lleva a afincarse en el pueblo de su mujer, sin perder por ello contacto con los medios literarios de la Corte.

Durante estos años, en efecto, se sientan las bases de una auténtica industria del espectáculo, promovida por las cofradías de beneficencia que, gracias al producto de las representaciones, sagradas y profanas, que comanditan, subvienen en cada ciudad al mantenimiento de hospicios y hospitales. Este impulso, en el que colaboran las compañías itinerantes de actores, favorece la construcción en cada ciudad importante de salas permanentes, los llamados «corrales de comedias». En ellos es donde los artífices de una tragedia al estilo español -Argensola, Rey de Artieda, Virués, Juan de la Cueva- tratan de elevarse por encima de las contingencias de un teatro de puro consumo, para dar a la escena, amparándose en el ejemplo del «español Séneca», la dignidad que según ellos le falta.

Cervantes participa en este esfuerzo que no dio los resultados esperados, con varias piezas, de entre las cuales dos nos han llegado en copias manuscritas: El trato de Argel, inspirado en los recuerdos del cautiverio argelino, y la Numancia. Pero mal se puede apreciar, por falta de testimonios, la acogida que recibieron del público, a pesar de haber sido representadas, si hemos de creer al autor, «sin que se les ofreciese ofrenda de pepinos ni de otra cosa arrojadiza». Por otra parte, se ignora el paradero de las veinte o treinta comedias que Cervantes declara haber compuesto por aquellos años, limitándose a darnos el título de diez de estas obras. Pero, sea de ello lo que fuere, el hecho es que él mismo evocaría, no sin nostalgia y decepción, aquellos tiempos en el prólogo a Ocho comedias y ocho entremeses, ya en 1615:

Y esto es verdad que no se me puede contradecir, y aquí entra el salir yo de los límites de mi llaneza: que se vieron en los teatros de Madrid representar Los tratos de Argel, que yo compuse; La destruición de Numancia y La batalla naval, donde me atreví a reducir las comedias a tres jornadas, de cinco que tenían; mostré, o, por mejor decir, fui el primero que representase las imaginaciones y los pensamientos escondidos del alma, sacando figuras morales al teatro, con general y gustoso aplauso de los oyentes; compuse en este tiempo hasta veinte comedias o treinta, que todas ellas se recitaron sin que se les ofreciese ofrenda de pepinos ni de otra cosa arrojadiza; corrieron su carrera sin silbos, gritas ni barahúndas. Tuve otras cosas en que ocuparme; dejé la pluma y las comedias, y entró luego el monstruo de naturaleza, el gran Lope de Vega, y alzóse con la monarquía cómica; avasalló y puso debajo de su juridición a todos los farsantes; llenó el mundo de comedias proprias, felices y bien razonadas, y tantas, que pasan de diez mil pliegos los que tiene escritos, y todas (que es una de las mayores cosas que puede decirse) las ha visto representar, o oído decir, por lo menos, que se han representado; y si algunos, que hay muchos, han querido entrar a la parte y gloria de sus trabajos, todos juntos no llegan en lo que han escrito a la mitad de lo que él sólo.

[...]

Algunos años ha que volví yo a mi antigua ociosidad, y, pensando que aún duraban los siglos donde corrían mis alabanzas, volví a componer algunas comedias, pero no hallé pájaros en los nidos de antaño; quiero decir que no hallé autor que me las pidiese, puesto que sabían que las tenía; y así, las arrinconé en un cofre y las consagré y condené al perpetuo silencio. En esta sazón me dijo un librero que él me las comprara si un autor de título no le hubiera dicho que de mi prosa se podía esperar mucho, pero que del verso, nada; y, si va a decir la verdad, cierto que me dio pesadumbre el oírlo, y dije entre mí: «O yo me he mudado en otro, o los tiempos se han mejorado mucho; sucediendo siempre al revés, pues siempre se alaban los pasados tiempos». Torné a pasar los ojos por mis comedias, y por algunos entremeses míos que con ellas estaban arrinconados, y vi no ser tan malas ni tan malos que no mereciesen salir de las tinieblas del ingenio de aquel autor a la luz de otros autores menos escrupulosos y más entendidos. Aburríme y vendíselas al tal librero, que las ha puesto en la estampa como aquí te las ofrece.

De modo simultáneo, redacta la Primera parte de la Galatea, dividida en seis libros y que, en marzo de 1585, sale de las prensas al cuidado del librero Blas de Robles: un hito significativo en la trayectoria de la narrativa pastoril, inaugurada a mediados del siglo XVI por La Diana de Montemayor. Cervantes, años más tarde, recordará con ironía los tópicos del género en El Coloquio de los perros -ambiente bucólico, eterna primavera, quejas del amante que se enfrenta con la indiferencia de la amada-:

BERGANZA.- Digo que todos los pensamientos que he dicho, y muchos más, me causaron ver los diferentes tratos y ejercicios que mis pastores, y todos los demás de aquella marina, tenían de aquellos que había oído leer que tenían los pastores de los libros; porque si los míos cantaban, no eran canciones acordadas y bien compuestas, sino un «Cata el lobo dó va, Juanica» y otras cosas semejantes; y esto no al son de chirumbelas, rabeles o gaitas, sino al que hacía el dar un cayado con otro o al de algunas tejuelas puestas entre los dedos; y no con voces delicadas, sonoras y admirables, sino con voces roncas, que, solas o juntas, parecía, no que cantaban, sino que gritaban o gruñían. Lo más del día se les pasaba espulgándose o remendando sus abarcas; ni entre ellos se nombraban Amarilis, Fílidas, Galateas y Dianas, ni había Lisardos, Lausos, Jacintos ni Riselos; todos eran Antones, Domingos, Pablos o Llorentes; por donde vine a entender lo que pienso que deben de creer todos: que todos aquellos libros son cosas soñadas y bien escritas para entretenimiento de los ociosos, y no verdad alguna; que, a serlo, entre mis pastores hubiera alguna reliquia de aquella felicísima vida, y de aquellos amenos prados, espaciosas selvas, sagrados montes, hermosos jardines, arroyos claros y cristalinas fuentes, y de aquellos tan honestos cuanto bien declarados requiebros, y de aquel desmayarse aquí el pastor, allí la pastora, acullá resonar la zampoña del uno, acá el caramillo del otro.

No obstante, La Galatea es más que una obra de mero principiante: expresa en una mezcla de prosa y versos intercalados, a través de la búsqueda de una imposible armonía de almas y cuerpos, el sueño de la «Edad de Oro».

Comisiones andaluzas

A principios de junio de 1587, se encuentra Cervantes en Sevilla, tras haberse despedido de su mujer en circunstancias mal conocidas. Tal vez frustrado en sus aspiraciones literarias, y poco dispuesto a dedicar el resto de su vida al cuidado de los olivos y viñedos de su suegra, tal vez atraído por ocupaciones más acordes con su deseo de independencia, aprovecha los preparativos de la expedición naval contra Inglaterra, decretada por Felipe II, para conseguir un empleo de comisario, encargado del suministro de trigo y aceite a la flota, bajo las órdenes del comisario general Antonio de Guevara.

Proveído con este cargo, recorre los caminos de Andalucía para proceder a las requisas que le corresponde cumplir, muy mal recibidas por campesinos ricos y canónigos prebendados, aún más reticentes después del desastre, en el verano de 1588, de la Armada Invencible. Deseoso de conseguir un oficio en el Nuevo Mundo, presenta el 21 de mayo de 1590, acompañada con su hoja de servicios, una demanda al Presidente del Consejo de Indias, destinada al Rey. En ella menciona, entre «los tres o cuatro que al presente están vaccos», «la contaduría del nuevo reyno de Granada», la «gobernación de la provincia de Soconusco en Guatimala», el de «contador de la galeras de Cartagena» y el de «corregidor de la ciudad de la Paz», concluyendo que «con qualquiera de estos officios que V. M. le haga merced, la resçiuirá, porque es hombre auil y suffiçiente y benemérito para que V. M. le haga merced». El 6 de junio, el doctor Núñez Morquecho, relator del Consejo, inserta al margen del documento una negativa expresada en los siguientes términos: «Busque por acá en que se le haga merced».

Mientras tanto, a los procedimientos dilatorios que le oponen sus proveedores, especialmente en Écija y Teba, a la excomunión fulminada contra él, a petición de algún canónigo reacio, por el vicario general de Sevilla, al encarcelamiento que le impone, en 1592, el corregidor de Castro del Río, por venta ilegal de trigo, se suman las acusaciones de sus adversarios y los abusos de sus ayudantes, hasta abril de 1594, momento en que se pone fin al complejo sistema de comisiones iniciado siete años antes.

Por cierto, como contrapartida de esta penosa experiencia, la fascinación que ejerce Sevilla sobre Cervantes contribuye a explicar sus prolongadas estancias a orillas del Guadalquivir, lejos de Esquivias y de su esposa: acumula de esta forma un rico caudal de experiencias, aprovechado por él en la elaboración de sus obras de ambiente sevillano, como la comedia de El Rufián dichoso o, entre las Novelas ejemplares, El Celoso extremeño, Rinconete y Cortadillo y El coloquio de los perros. Ahora bien, a falta de datos concretos, difícil se nos hace apreciar el proceso que lo llevó de la experiencia viva a la creación literaria. Por lo que se refiere a su actividad de escritor, los pocos indicios de que disponemos -si se hace caso omiso de la historia del Cautivo, probablemente redactada hacia 1590 e incluida ulteriormente en la Primera parte del Quijote- son alguna que otra poesía de circunstancia y el contrato (a todas luces no cumplido), firmado en 1592 con Rodrigo Osorio, autor de comedias, por el que se comprometía a componer seis comedias «en los tiempos que pudiere».

Encarcelamiento

En agosto de 1594 se ofrece a Miguel de Cervantes Saavedra que ostenta desde hace cuatro años un segundo apellido, tomado sin duda de uno de sus parientes lejanos una nueva comisión que lo lleva a recorrer el reino de Granada, con el fin de recaudar dos millones y medio de maravedís de atrasos de cuentas. Al cabo de sucesivas etapas en Guadix, Baza, Motril, Ronda y Vélez-Málaga, marcadas por enojosas complicaciones, finaliza su gira y regresa a Sevilla. Es entonces cuando la bancarrota del negociante Simón Freire, en cuya casa había depositado las cantidades recaudadas, incita a su fiador, el sospechoso Francisco Suárez Gasco, a pedir su comparecencia. Pero el juez Vallejo, encargado de notificar esta orden al comisario, lo envía a la cárcel real de Sevilla, cometiendo, por torpeza o por malicia, un auténtico abuso de poder.

Esta cárcel que, durante varios meses, le dio ocasión de un trato prolongado con el mundo variopinto del hampa, verdadera sociedad paralela con su jerarquía, sus reglas y su jerga, parece ser, con mayor probabilidad que la de Castro del Río, la misma donde se engendró el Quijote, si hemos de creer lo que nos dice su autor en el prólogo a la Primera parte: una cárcel «donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación», y en la cual bien pudo ver surgir, al menos, la idea primera del libro que ocho años más tarde le valdría una tardía consagración.

No conocemos la fecha exacta en que Cervantes recobró la libertad. Pero conservamos la respuesta del rey a su demanda, por la que se conminaba a Vallejo soltar al prisionero a fin de que se presentara en Madrid en un plazo de treinta días. No se sabe si éste cumplió el mandamiento, pero al parecer, se despide definitivamente de Sevilla en el verano de 1600, en el momento en que baja a Andalucía la terrible peste negra que, un año antes, había diezmado Castilla.

Entretanto, el 13 de septiembre de 1598, había muerto el Rey Prudente, acontecimiento que va a inspirar a nuestro escritor el famoso soneto al túmulo del rey Felipe II en Sevilla:

«¡Voto a Dios que me espanta esta grandeza
y que diera un doblón por describilla!;
porque, ¿a quién no suspende y maravilla
esta máquina insigne, esta braveza?

¡Por Jesucristo vivo, cada pieza
vale más que un millón, y que es mancilla
que esto no dure un siglo, ¡oh gran Sevilla,
Roma triunfante en ánimo y riqueza!

¡Apostaré que la ánima del muerto,
por gozar este sitio, hoy ha dejado
el cielo, de que goza eternamente!».

Esto oyó un valentón y dijo: «¡Es cierto
lo que dice voacé, seor soldado,
y quien dijere lo contrario miente!».

Y luego encontinente
caló el chapeo, requirió la espada,
miró al soslayo, fuese, y no hubo nada.

Un soneto que consideraba como el mejor de sus escritos y que los muchachos españoles, en tiempos no muy remotos, aprendían de memoria en el colegio. Otro poema en quintillas que se le atribuye puntualiza con notable ironía el desastre financiero que ensombreció los últimos años del reinado: «Quedar las arcas vacías / donde se encerraba el oro / que dicen que recogías, / nos muestra que tu tesoro / en el cielo lo escondías».

El ingenioso hidalgo

Como queda dicho, se ignora casi todo de la vida de Cervantes durante aquellos años decisivos en que se desarrolla el proceso de redacción de la Primera parte del Quijote. En agosto de 1600 está atestiguada su presencia en Toledo. En enero de 1602 asiste en Esquivias al bautismo de una hija de un matrimonio amigo, pocos meses antes de publicarse el último retoño de los libros de caballerías que tanta acogida tuvieron en la centuria anterior: el Policisne de Boecia, cuya huella se observa en una de las historias interpoladas.

En el verano de 1604, con toda probabilidad, se traslada con su mujer a Valladolid, elegida por Felipe III como nueva sede del reino, donde se reúne con sus hermanas y su hija Isabel, residentes hasta entonces en Madrid. Allí es donde encuentra a un editor en la persona de Francisco de Robles, el propio hijo de Blas de Robles, que, en otro tiempo, había publicado La Galatea. Mientras consigue, el 26 de septiembre, el privilegio real que necesitaba, se difunde la noticia de la próxima publicación de su nuevo libro, recogida por Lope de Vega en una carta de su puño y letra, y por López de Úbeda, el autor de La pícara Justina. En los últimos días de diciembre de 1604, sale el Quijote de las prensas madrileñas de Juan de la Cuesta, y muy pronto se observan los primeros indicios de su éxito: en marzo del año siguiente, en el momento en que Cervantes obtiene un nuevo privilegio, que extiende a Portugal y Aragón el que se le había concedido para Castilla, se publican en Lisboa dos ediciones piratas y entra en el telar la segunda edición madrileña, que sale a luz antes del verano. Mientras tanto, los primeros cargamentos de la princeps son registrados en Sevilla y enviados a las Indias. Por las mismas fechas, don Quijote y Sancho aparecen por todas partes en los cortejos, bailes y mascaradas cuyo pretexto proporciona la actualidad, desfilando en junio en Valladolid, durante las fiestas dadas en honor del embajador inglés, lord Howard, con motivo de la ratificación de las paces firmadas el año anterior con el rey Jacobo I.

Pocos días después, a finales de junio, ocurre un extraño suceso en el que aparece mezclado nuestro autor: la muerte violenta de un caballero de Santiago, Gaspar de Ezpeleta. Herido a consecuencia de un duelo nocturno, ocurrido en el arrabal donde vivía el escritor con su familia, es recogido por éste en su casa y fallece dos días después sin haber confesado el nombre de su agresor. La investigación emprendida por el alcalde de Corte Villarroel, las deposiciones recogidas en el proceso, conservado en el archivo de la Real Academia Española, el encarcelamiento, durante un par de días, del autor del Quijote, a raíz de las insinuaciones de una vecina en contra de la conducta de sus hermanas y de su hija, arrojan una curiosa luz sobre la condición y vida del escritor y de sus familiares.

De la deposición de Andrea de Cervantes se infiere que, en esos años, su hermano era «un hombre que escribe e trata negocios, e que por su buena habilidad tiene amigos». Entre estos amigos figuraban un asentista genovés, Agustín Raggio, vinculado a toda una red de negociantes italianos establecidos en Génova, Amberes y Madrid, y un financiero portugués, Simón Méndez, tesorero general y recaudador mayor de los diezmos de la mar de Castilla y Galicia; también un gentilhombre de cámara de los reyes Felipe II y Felipe III, Fernando de Toledo, señor de Higares, implicado en proyectos arbitristas que le llevarían a gastar de manera dispendiosa sus caudales. No deja de llamar nuestra atención la «otra cara», si se la puede llamar así, del autor del Quijote y, más concretamente, el hecho de que un ex recaudador de impuestos mantuviera relaciones con estos representantes del mundo de los negocios, algunos de los cuales, debido a sus deudas, tenían dificultades con la justicia, en una coyuntura marcada por el naufragio de los mercaderes castellanos y el enriquecimiento espectacular de varios genoveses.

En la Villa y Corte

Tras el regreso de la Corte a Madrid, Cervantes se establece con su familia en el barrio de Atocha, detrás del hospital de Antón Martín, donde se le sabe alojado en febrero de 1608. Un año más tarde, se muda a la calle de la Magdalena, cerca del palacio del duque de Pastrana, y luego, en 1610, a la calle de León, en lo que se llamaba entonces el «barrio de las Musas», donde también vivieron, entre otros escritores, Lope de Vega, Francisco de Quevedo y Vélez de Guevara. En los primeros meses de 1612, se traslada a una casa próxima, detrás del cementerio de San Sebastián, en la calle de las Huertas, «frontera de las casas donde solía vivir el príncipe de Marruecos». Por fin, en el otoño de 1615, abandona esta morada por otra, situada en la esquina de la calle de Francos y de la calle de León.

Durante aquellos ocho años que le quedan de vida, no se aventura mucho fuera de la capital, salvo para breves estancias en Alcalá y Esquivias. La única circunstancia en la que su destino estuvo a punto de tomar otro rumbo fue, en la primavera de 1610, el nombramiento del conde de Lemos, protector suyo, como virrey de Nápoles. Cervantes, lo mismo que Góngora, abrigó el sueño de formar parte de su corte literaria; y de los indicios sacados por Martín de Riquer de un minucioso examen de los capítulos que, en la Segunda parte del Quijote, refieren la estancia del caballero manchego en Barcelona, se infiere que bien pudo el escritor emprender el viaje a la ciudad condal, en vísperas de la partida de Lemos, para defender sus pretensiones. Pero no consiguió del secretario del virrey, el poeta Lupercio Leonardo de Argensola, ni tampoco de su hermano Bartolomé, la confirmación de sus promesas. Como dirá en el Viaje del Parnaso, con cierta ironía melancólica:

«Que no me han de escuchar estoy temiendo»,
le repliqué; «y así, el ir yo no importa,
puesto que en todo obedecer pretendo.

Que no sé quién me dice y quién me exhorta
que tienen para mí, a lo que imagino,
la voluntad, como la vista, corta.

Que si esto así no fuera, este camino
con tan pobre recámara no hiciera,
ni diera en un tan hondo desatino.

Pues si alguna promesa se cumpliera
de aquellas muchas que al partir me hicieron,
lléveme Dios si entrara en tu galera.

Mucho esperé, si mucho prometieron,
mas podía ser que ocupaciones nuevas
les obligue a olvidar lo que dijeron.

(III, vv. 175-89)

Varios acontecimientos de índole familiar marcan la vida del escritor durante esos años: en primer lugar, sus desavenencias con su hija Isabel y sus dos yernos sucesivos, Diego Sanz y Luis de Molina, por asuntos de dinero y por la posesión de una casa situada en la calle de la Montera, cuyo legítimo dueño era un tal Juan de Urbina, secretario del duque de Saboya, quien, al parecer, mantuvo con Isabel un trato no exento de sospechas; luego, una sucesión de muertes: la de su hermana mayor, Andrea, ocurrida súbitamente en octubre de 1609, la de su nieta Isabel Sanz, seis meses más tarde, y la de Magdalena, su hermana menor, en enero de 1610.

Tal vez deban relacionarse estos sucesos con un acercamiento cada vez mayor del escritor a la vida de devoción: en abril de 1609, se afilia a la Congregación de los Esclavos del Santísimo Sacramento, sin que sepamos si llegó a acatar las estrictas reglas que ésta imponía a sus miembros, como ayuno y abstinencia los días prescritos, asistencia cotidiana a los oficios, ejercicios espirituales y visita de hospitales; en julio de 1613, se le admite como novicio de la Orden Tercera de San Francisco, a semejanza de su mujer y de sus hermanas; el 2 de abril de 1616, poco antes de morir, pronuncia sus votos definitivos.

A primera vista, esta gravitación no concuerda con las pullas irónicas y las alusiones impertinentes a las cosas de la Iglesia que recorren los textos cervantinos; parece contradecir su crítica de ciertas prácticas supersticiosas -observancia formal de los ritos, devoción interesada en las almas del Purgatorio- habituales entre sus contemporáneos. En realidad, en este desacuerdo con el tono medio de su época se trasluce a veces el influjo de determinadas corrientes de pensamiento: pudo proceder ocasionalmente de la lectura de Erasmo, así como de ciertos aspectos de la espiritualidad franciscana, muy adicta a la devoción interior; pero el humanismo de Cervantes, formado muy lejos del polvo de las bibliotecas, se fraguó en gran parte en la escuela de la vida y de la adversidad. Por otra parte, en cuanto salimos del terreno de su ideario, es empresa azarosa la de captar la espiritualidad del autor del Quijote, sabiendo que ésta hubo de trascender, por definición, las operaciones del entendimiento: a fin de cuentas, se nos escapa irremediablemente, lo mismo que el «yo» secreto del creyente que fue Cervantes. Por eso, el fervor que pregona al final de su vida no ha de interpretarse como una mera precaución frente a los guardianes de la ortodoxia o una concesión dispensada a sus hermanas. Por cierto, la Congregación del Santísimo Sacramento, fundada bajo el doble patrocinio del duque de Lerma y de su tío, el cardenal de Sandoval, era también una academia literaria a la que asistieron Vicente Espinel, Quevedo, Salas Barbadillo y Vélez de Guevara, y en la que se cortejaba a las Musas con la bendición de Nuestro Señor. Pero las formas que reviste su compromiso se nos aparecen ante todo como el fruto de una decisión meditada, la de un hombre que trató de unir la fe y las obras en el crepúsculo de su vida.

El taller cervantino

Ahora bien, lo que más llama nuestra atención, durante estos años, es el retorno definitivo del escritor a las letras, en un momento en que su fama empieza a extenderse más allá de los Pirineos. Participa en las justas literarias que se celebran en la Academia Selvaje, fundada por don Francisco de Silva y Mendoza, cuyas sesiones tenían lugar en su palacio de la calle de Atocha y donde, un día de marzo de 1612, Lope de Vega le pedirá, para leer sus propios versos, unos antojos «que parecían -según nos dice el Fénix- huevos estrellados».

Mientras, salen a luz nuevas ediciones del Quijote -en Bruselas en 1607, en Madrid en 1608-, Thomas Shelton pone en el telar The Delightful History of the Valorous and Witty Knigh-Errant Don Quixote of the Mancha, en una sabrosa versión inglesa que aparecerá en 1612. Por su parte, en 1611, César Oudin comienza a verter el Quijote a lengua francesa: necesitará cuatro años para rematar su tarea.

Entretanto, Cervantes acaba de componer las doce obras que van a formar la colección de las Novelas ejemplares: algunas, con toda probabilidad, fueron escritas en el período de sus comisiones andaluzas, como Rinconete y Cortadillo y El celoso extremeño, ya que se incorporaron, en una primera versión, a una miscelánea compuesta por un racionero de la catedral de Sevilla, Francisco de Porras, para entretener los ocios de su amo, el cardenal Niño de Guevara; otras parecen contemporáneas de su estancia en Valladolid; otras, como La Gitanilla o El coloquio de los Perros, resultan a todas luces más tardías, a juzgar por las alusiones que encierran al retorno de la Corte a Madrid o a la hostilidad creciente de la opinión contra los moriscos, cuya expulsión fue decretada en 1609, pero sin que la cronología de estas obras pueda establecerse de modo certero. Conseguida la aprobación oficial en julio de 1612, el volumen sale de las prensas de Juan de la Cuesta en julio del año siguiente, con una dedicatoria a aquel conde de Lemos al que Cervantes había esperado acompañar a Italia. Mención especial merece el prólogo, obra de un escritor cuyo rostro, en su vida, no inspiró a ningún pintor, pero que se complace en bosquejar un admirable autorretrato:

Éste que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis [...]; el cuerpo entre dos extremos, ni grande, ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas y no muy ligero de pies; éste digo que es el rostro del autor de La Galatea y de Don Quijote de la Mancha [...]. Llámase comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra. Fue soldado muchos años, y cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia en las adversidades. Perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo; herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos ni esperan ver los venideros [...].

Tan significativo como este trozo de antología -el único retrato digno de fe que se conserve del escritor- viene a ser el modo como Cervantes reivindica en este prólogo su primacía: «Y más que me doy a entender, y es así -declara- que yo soy el primero que he novelado en lengua castellana, que las muchas novelas que en ella andan impresas, todas son traducidas de lenguas extranjeras, y éstas son mías propias, no imitadas ni hurtadas, y van creciendo en brazos de la estampa».

Efectivamente, lo que se había escrito antes del siglo XVII en España, eran cuentos y apólogos en la estricta observancia de las formas canónicas que la Edad Media había legado al Renacimiento, y según un patrón mantenido por las llamadas patrañas de Joan Timoneda. Fuera de la singular excepción de la Historia del Abencerraje y de las cuatro narraciones interpoladas por Mateo Alemán en su Guzmán de Alfarache, las obras características del género habían sido importadas de Italia: los cuentos del Boccaccio, previamente expurgados por la Inquisición romana, y las fábulas de sus émulos, como las Historias trágicas y ejemplares de Matteo Bandello o los Hecatommithi de Giraldi Cintio que, en versión castellana, habían adquirido carta de ciudadanía en España.

Nada más salir de la imprenta, las novelas cervantinas van a conocer un éxito fulgurante: mientras se publican en España cuatro ediciones en diez meses, a las que seguirán veintitrés más al hilo del siglo, los lectores franceses le rinden un auténtico culto: traducidas en 1615 por Rosset y D'Audiguier, reeditadas en ocho ocasiones durante el siglo XVII, las Novelas ejemplares, abiertamente preferidas al Quijote, serán el libro de cabecera de todos los que presumen de practicar el español.

Contemporáneo de las Novelas es el Viaje del Parnaso, compuesto «a imitación del de César Caporal Perusino», cuyo prólogo data de 1613, y que no será publicado hasta noviembre de 1614. La odisea imaginaria que nos cuenta Cervantes, inspirada efectivamente en el Viaggio in Parnaso de Cesare Caporali, un escritor menor oriundo de Perugia, lo lleva desde Madrid hasta Grecia, tras haber embarcado en Cartagena y costeado Italia. Allí presta ayuda a Apolo para desbaratar un ejército de veinte mil poetastros, antes de volver a Nápoles y encontrarse finalmente en Madrid, donde descubre que todo fue un sueño. Epopeya burlesca de más de tres mil endecasílabos, complementada por una Adjunta en prosa donde Cervantes nos refiere un supuesto encuentro, ante su casa de la calle de las Huertas, con un tal Pancracio de Roncesvalles, el Viaje del Parnaso contiene desde luego partes muertas, y el desfile de poetas enumerados en él va acompañado de alusiones difíciles de descifrar. En cambio, resalta lo que nos dice el autor de sus propios escritos, así como lo que nos deja entrever de sus ideas y preferencias literarias, al hilo de una peregrinación a las fuentes cargada con el recuerdo de sus aventuras pasadas. En este espacio remodelado por la memoria emerge poco a poco un hombre que, más allá de la comprobación lúcida de sus desilusiones, construye e impone su propio yo a través de sus contradicciones mismas, en la confluencia de lo vivido y de lo imaginario.

Cervantes prosigue esta labor creadora en un momento en que la pasión por el teatro, vivida por él desde la adolescencia, se ha apoderado de España entera. Tras la reapertura de los corrales, cerrados durante varios meses tras la muerte de Felipe II, el retorno de la Corte a Madrid había creado las condiciones para el nuevo impulso que poetas y comediantes, artífices de una auténtica producción masiva, iban a dar a la farándula. Respaldado por una cohorte de discípulos, Lope de Vega, con su fecundidad y su invención, se ha convertido en el ídolo del vulgo y de los discretos. Atento a guiar la demanda del público, en vez de limitarse a responder a ella día a día, el Fénix vigila ahora la publicación de sus comedias, reunidas en Partes, mientras acaba de ofrecer a la Academia de Madrid las primicias de su Arte nuevo de hacer comedias, compuesto entre 1605 y 1608, donde declara «hablar en necio» para enunciar y defender sus innovaciones, subrayando la eficacia de su fórmula. En 1605, Miguel, por boca del Canónigo y del Cura del Quijote, le había reprochado, aunque sin nombrarlo, sus complacencias y su facilidad, dedicando unas frases agridulces a «un felicísimo ingenio de estos reinos, cuyas comedias, por querer acomodarse al gusto de los representantes, no han llegado todas, como han llegado algunas, al punto de la perfección que requieren». Ahora, a juzgar por lo que se nos dice al principio de la segunda jornada del Rufián dichoso, parece admitir que «los tiempos mudan las cosas y perfeccionan las artes». Pero no cabe exagerar el alcance del cambio operado, puesto que «añadir a lo inventado no es dificultad notable». Y, a la hora de reconocer, al final de su vida, la manera como Lope supo avasallar y poner «debajo de su jurisdicción a todos los farsantes», la monarquía ejercida por el Fénix se le aparece como la de un hábil negociante y el éxito de su repertorio no tiene, según él, más explicación que su perfecta adecuación con el gusto reinante.

Las reticencias de Cervantes ante la comedia lopesca nos permiten entender el rechazo que, desde su regreso a Madrid, recibió de los profesionales del gremio -los todopoderosos «autores de comedias»- que se negaron a incorporar a su repertorio las obras que había compuesto al volver a su «antigua ociosidad». Según vimos más arriba, queda patente su desilusión, tal como la confiesa con acento conmovedor en lo que será el prólogo a sus Ocho comedias: «pensando que aún duraban los siglos donde corrían mis alabanzas, volví a componer algunas comedias; pero no hallé pájaros en los nidos de antaño; quiero decir que no hallé autor que me las pidiese, puesto que sabían que las tenía, y así las arrinconé en un cofre y las consagré y condené al perpetuo silencio». Así se nos explica su decisión de prescindir de los comediantes. El 22 de julio de 1614, en la Adjunta al Parnaso, había revelado su nuevo designio: en vez de hacer representar sus piezas, darlas a la imprenta, ofreciéndolas a un público de lectores adictos, «para que se vea de espacio lo que pasa apriesa, y se disimula, o no se entiende, cuando las representan». En septiembre de 1615, se cumple esta insólita determinación que, en contra de los usos establecidos, invertí a los procedimientos habituales de difusión: el librero Juan de Villarroel pone en venta un volumen titulado, de modo significativo, Ocho comedias y ocho entremeses nuevos, nunca representados.

Las obras así reunidas se compusieron, al parecer, en distintos momentos, sin que nos sea posible reconstruir su cronología. Pero no hay duda de que su publicación las salvó de un irremediable olvido, en tanto que el admirable prólogo que abre la colección nos ofrece un testimonio de primera importancia: no sólo sobre el divorcio de Cervantes con el mundo de la escena, sino sobre la visión que tuvo del advenimiento de uno de los tres grandes teatros que conoció la Europa clásica, y sobre la forma en que se resignó a no ser más que su precursor.

Avellaneda

Empresa de más altos vuelos va a ser, durante aquellos años, la continuación de las aventuras de don Quijote y Sancho: una Segunda parte anunciada por el autor al final de la Primera, con la promesa de que la última salida del ingenioso hidalgo acabaría con su muerte. Se suele afirmar que inició su redacción pocos meses después del regreso a Madrid, tal vez a petición de Robles; pero tuvo a buen seguro que suspenderla en varias ocasiones, para llevar a cabo las demás obras que tenía en el telar. En el prólogo a las Novelas ejemplares, redactado en 1612 y publicado, como ya vimos, en el verano de 1613, Cervantes informaba a su lector que pronto iba a ver, «y con brevedad dilatadas, las hazañas de don Quijote y donaires de Sancho Panza». Un año más tarde, pone fecha del 20 de julio de 1614 a una carta de Sancho a su mujer Teresa, incluida a medio camino, en el capítulo 36. Durante el verano, en poco más de dos meses, no redacta menos de 23 capítulos. Es entonces cuando aparece en Tarragona, al cuidado del librero Felipe Roberto, el Segundo tomo de las aventuras del ingenioso hidalgo Don Quixote de la Mancha, compuesto por el licenciado Alonso Fernández de Avellaneda, natural de Tordesillas.

No era la primera vez que un libro de éxito suscitaba émulos: La Celestina, el Lazarillo de Tormes, la Diana de Montemayor habían inspirado, en el siglo XVI, continuaciones más o menos fieles al original. En años más cercanos, Mateo Luján de Sayavedra había dado a luz una Segunda parte del Guzmán de Alfarache, mientras Mateo Alemán trabajaba en la finalización de la suya. Ahora bien, este Quijote apócrifo era producto de una superchería, corroborada por una cascada de falsificaciones que afectan a la vez a la aprobación del libro, al permiso de impresión, al nombre del impresor y al lugar de publicación. Además, el nombre de Avellaneda no era más que una máscara, detrás de la cual se escondía un desconocido que, hasta la fecha no se ha podido identificar. Hace algunos años, Martín de Riquer abrió una pista a partir de varios indicios -tics de escritura, incorrecciones y torpezas de estilo, repetidas alusiones al rosario- que denunciarían a Jerónimo de Pasamonte, soldado y escritor que, en el capítulo 32 de la Primera parte, parece haber inspirado el personaje del galeote Ginés de Pasamonte, metamorfoseado, en la Segunda, en Maese Pedro, el famoso titiritero.

De origen aragonés, Jerónimo de Pasamonte habría puesto su pluma al servicio de Lope de Vega para cortar el camino a Cervantes. Con todo, como ha mostrado el llorado Edward C. Riley, esta hipótesis carece de argumentos realmente probatorios. No obstante, cualquiera que sea la identificación propuesta, el prólogo de Avellaneda, atribuido por algunos a Lope de Vega, hirió profundamente a Cervantes, al invitarle a bajar los humos y mostrar mayor modestia, además de burlarse de su edad y acusarle, sobre todo, de tener «más lengua que manos», concluyendo con la siguiente advertencia: «Conténtese con su Galatea y comedias en prosa, que eso son las más de sus Novelas: no nos canse».

Cervantes contestó con dignidad a estas acusaciones. Mateo Alemán, en la Segunda parte del Guzmán de Alfarache, llega a contarnos cómo Mateo Luján roba a Guzmán antes de hacerse su cómplice y, tras embarcar con él rumbo a Barcelona, enloquece y se arroja al mar. Nuestro escritor prefirió buscar otro camino: primero, reivindica en el prólogo su manquedad, nacida, según adelantamos, «en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros»; luego, en la misma narración, hace que don Quijote llegue a hojear el libro de Avellaneda, al coincidir en una venta con dos de sus lectores, decepcionados por las necedades que acaban de leer; por fin, incorpora a la trama del suyo a don Álvaro Tarfe, uno de los personajes inventados por el plagiario, dándole oportunidad para conocer al verdadero don Quijote y comprender que el héroe de Avellaneda se hizo pasar por otro que él.

Este último episodio es inmediatamente anterior al fin de las aventuras verdaderas del caballero. En enero de 1615, quedan concluidos los últimos capítulos del libro. A finales de octubre, están redactados el prólogo y la dedicatoria al conde de Lemos. En los últimos días de noviembre sale a luz la Segunda Parte del Ingenioso Caballero Don Quixote de la Mancha. Por Miguel de Cervantes, autor de su primera parte: una segunda parte «cortada del mismo artífice y del mesmo paño que la primera», pero en un relato «dilatado» de sus nuevas aventuras, es decir prolongado, llevado hasta su término y, también, ampliado y agrandado; una segunda parte que llevó la novela a su perfección, asegurándole una consagración inmediata, confirmada en adelante por la posteridad.

De la fama que Cervantes había llegado entonces a tener, más allá de los Pirineos, se hace eco una anécdota recogida en su aprobación por el licenciado Francisco Márquez Torres, uno de los censores de la Segunda parte. En febrero de 1615, unos caballeros franceses que acompañaban al embajador Sillery, enviado a España para negociar la unión de Luis XIII con Ana de Austria, fueron a visitar al cardenal Sandoval y Rojas, protector de nuestro escritor. Al enterarse de la labor que Márquez Torres estaba desempeñando, «apenas oyeron el nombre de Miguel de Cervantes, cuando se comenzaron a hacer lenguas, encareciendo la estimación que así en Francia como en los reinos sus confinantes se tenía de sus obras: la Galatea, que alguno dellos tiene casi de memoria, la primera parte désta, y las Novelas [...]». «Preguntáronme muy por menor de su edad, su profesión, calidad y cantidad -prosigue Márquez Torres-. Halléme obligado a decir que era viejo, soldado, hidalgo y pobre».

Agonía y muerte

Durante los últimos meses de su vida, Cervantes dedica las pocas fuerzas que le quedan a concluir otra empresa iniciada hace tiempo, quizá durante el período andaluz, luego suspendida durante años, y que quiere ahora llevar a su término: Los trabajos de Persiles y Sigismunda, «historia septentrional» cortada por el patrón de la novela griega. Ésta había sido exhumada por los humanistas del Renacimiento, al traducir o adaptar al castellano Teágenes y Cariclea, de Heliodoro y Leucipe y Clitofonte, de Aquiles Tacio, abriendo a la imaginación las dos vías de acceso -la de lo insólito y la del azar y de la sorpresa- a lo que Aristóteles, en su teoría de lo verosímil, llamaba «lo posible extraordinario».

Tras prometer el Persiles, año tras año, en el prólogo de las Novelas ejemplares, el Viaje del Parnaso y la dedicatoria de la Segunda parte del Quijote, Cervantes concluye su redacción cuatro días antes de su muerte. Será su viuda la que entregue el manuscrito a Villarroel, quien lo publicará póstumo, en enero de 1617.

En cambio, no sabemos si Cervantes llegó a concretar otros proyectos, de los que dan cuenta prólogos y dedicatorias: una comedia, titulada El engaño a los ojos, una novela, El famoso Bernardo, una colección de novelas, Las semanas del jardín, sin olvidar la siempre prometida segunda parte de La Galatea.

Algunas de las anécdotas relativas a sus últimos momentos deben ser examinadas con precaución. Se sabe, por ejemplo, gracias a Antonio Rodríguez-Moñino, que la conmovedora carta del 26 de marzo de 1616, dirigida al cardenal Sandoval y Rojas, es una falsificación. Por lo que se refiere al viaje de Esquivias a Toledo, referido por Cervantes en el prólogo del Persiles, así como el encuentro con un estudiante admirador de su persona, es más bien efecto de una fantasía literaria si nos atenemos a las circunstancias precisas en que se supone que tuvo lugar. El 18 de abril, fecha en que recibe los últimos sacramentos, nuestro escritor se sabe condenado. La sed inextinguible de que él mismo da cuenta en esta relación parece síntoma de una diabetes, enfermedad sin remisión en aquella época, más que de la hidropesía diagnosticada por el supuesto estudiante. Al día siguiente de la ceremonia, aprovecha un breve respiro para dirigir al conde de Lemos una admirable dedicatoria:

Aquellas coplas antiguas, que fueron en su tiempo celebradas, que comienzan: Puesto ya el pie en el estribo, quisiera yo no vinieran tan a pelo en esta mi epístola, porque casi con las mismas palabras la puedo comenzar, diciendo: Puesto ya el pie en el estribo / Con las ansias de la muerte, / Gran señor, ésta te escribo. Ayer me dieron la Extremaunción, y hoy escribo ésta. El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y con todo esto, llevo la ida sobre el deseo que tengo de vivir, y quisiera yo ponerle coto hasta besar los pies a vuesa Excelencia; que podría ser fuese tanto el contento de ver a vuesa Excelencia bueno en España, que me volviese a dar la vida. Pero si está decretado que la haya de perder, cúmplase la voluntad de los cielos, por lo menos sepa vuesa Excelencia este mi deseo.

El 20 de abril, dicta de un tirón el prólogo del Persiles, y concluye dirigiéndose al lector:

Mi vida se va acabando y al paso de las efemérides de mis pulsos, que, a más tardar, acabarán su carrera este domingo, acabaré yo la de mi vida [...]. Adiós gracias; adiós donaires; adiós, regocijados amigos: que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida.

El viernes 22 de abril, Miguel de Cervantes rinde el último suspiro. Al día siguiente, en los registros de San Sebastián, su parroquia, se consigna que su muerte ha ocurrido el sábado 23, de acuerdo con la costumbre de la época, que sólo se quedaba con la fecha del entierro: como se sabe, es ésta última la que se conoce hoy en día, y en que se celebra cada año en España el Día del Libro. Cervantes fue inhumado en el convento de las Trinitarias, según la regla de la Orden Tercera, con el rostro descubierto y vestido con el sayal de los franciscanos. Pero sus restos fueron dispersados a finales del siglo XVII, durante la reconstrucción del convento. En cuanto a su testamento, se perdió. Quedan las obras del «raro inventor», como él mismo se llama en el Viaje del Parnaso, a quien el Quijote le valió entrar en la leyenda.

Posteridad

A los cervantistas de la Ilustración -Mayans y Siscar, Vicente de los Ríos, Juan Antonio Pellicer- se debe un primer acopio de datos, sacados en su mayoría de la obra del Manco de Lepanto, a partir de los cuales van a elaborar una narración de su vida no exenta de errores. Durante el reinado de Fernando VII, Fernández de Navarrete encuentra y publica una serie de documentos, profundizando su examen crítico en un alarde de erudición que se sistematizará en los años posteriores. Pero, si bien se hace así más densa la trama de los acontecimientos, el perfil que se bosqueja ahora de Cervantes permanece sin cambiar: para decirlo con frase de Navarrete, éste se impone como «uno de aquellos hombres que el cielo concede de cuando en cuando a los hombres para consolarnos de su miseria y pequeñez». Escritor clásico por antonomasia, trasciende gustos y modas, sin padecer, como Góngora, Quevedo o Calderón, la condena del barroco. Así es como llega a encarnar el genio hispano, en su vertiente nacional y universal, en un momento en que España se esfuerza en reivindicar el lugar que ha de corresponderle en el concierto de las naciones civilizadas.

Durante el siglo XIX, en la estela de la escuela romántica inglesa que se mostró capaz, con Boswell y Carlyle, de abrir nuevos caminos al género biográfico, se adscribe como finalidad a los cervantistas la representación auténtica del autor del Quijote, al que se pretende captar en su totalidad y su intimidad a la vez. En los inicios de la Restauración expone Ramón León Máinez, en 1876, un proyecto de biografía total. Pero no consigue poner en obra su ambicioso programa, a falta de poder alcanzar por vía racional la verdad íntegra de una existencia singular. Tan sólo perdura, como legado del biografismo romántico, la voluntad de someter la representación de la vida de Cervantes al imperialismo del testimonio autentificador. Así es como se hace cada vez más patente, en este proceso de reconstrucción, el peso de las fuentes, hasta tal punto que, con el triunfo del positivismo erudito, la pesquisa documental acaba por cobrar plena autonomía. Especial mención merece, en este particular, la benemérita labor de Cristóbal Pérez Pastor y de Francisco Rodríguez Marín, en los primeros años del siglo XX. Así y todo, ninguno de ellos pretende compendiar los frutos dispersos de sus descubrimientos, para reconstruir la concatenación de los acontecimientos e incorporarlos a la misma sustancia del vivir cervantino.

El que pretende cumplir, con notable retraso, las aspiraciones difusas de los románticos será, a mediados del siglo pasado, Luis Astrana Marín, con su Vida ejemplar y heroica de Miguel de Cervantes. Esta obra monumental continúa siendo referencia insustituible por la cantidad de informaciones que nos proporciona. Con todo, sigue perpetuando un tipo de aproximación totalmente anacrónico, limitado a la mera suma de las actividades controladas y conscientes del autor del Quijote. Aunque venga acumulando datos, Astrana Marín no elabora ningún esquema capaz de llevarnos más allá de la estampa estereotipada de un ser heroico y ejemplar. Cervantes, según sus propios términos, resulta para él «todo un hombre o, más bien, un superhombre que vive y muere abrazado a la Humanidad». Esta supuesta verdad esencial del Cervantes en sí acaba por eliminar la verdad efectiva del Cervantes para sí, en una trasfiguración que desemboca, en última instancia, en una desfiguración del biografiado.

La labor desempeñada por los actuales biógrafos de Cervantes tiende, por el contrario, a asentarse en una metodología rigurosa: primero estableciendo, con todo el rigor requerido, lo que se sabe de su vida y separando lo fabuloso de lo cierto y de lo verosímil; también situándolo en su época, en tanto que actor oscuro y testigo lúcido de un momento decisivo de la historia de España; por último, siguiendo hasta donde sea posible el movimiento de una existencia que, de proyecto que fue inicialmente, se ha convertido en un destino que nos esforzamos por volver inteligible. Pero el laconismo de los documentos, en lo que toca al cómo de la vida del autor del Quijote, se convierte en mutismo cuando tratamos de indagar su porqué. De ahí la fascinación que sus obras ejercen sobre nosotros, en nuestro deseo de acercarnos a su intimidad, llevándonos a aventurarnos en el terreno resbaladizo del conocimiento de un ser inasequible que, en otro tiempo, se proyectó en un acto de escritura. Así es como se ha intentado encontrar el misterio del «yo» de Cervantes, o bien en su presunta «raza», o bien en una homosexualidad latente. Pero, fuera de que ni ésta ni aquélla están documentalmente comprobadas, los modelos explicativos así propuestos tienden a convertir al individuo y su conciencia en un mero epifenómeno, una superestructura reductible a unos cuantos elementos. En vista de lo cual, las figuraciones simbólicas que nos proporcionan las ficciones cervantinas pueden dar pie a todo un abanico de argumentos fundadores y, de esta manera, cualquier sistematización de las metáforas obsesivas que se busque en ellas desemboca, inevitablemente, en una triste reunión de fantasmas, dispuestos al gusto del clínico.

Cervantes, cabe afirmarlo con fuerza, estará siempre más allá de cualquier esquema reductor y no hay narración que pueda restituir su expansión vital. Los futuros biógrafos que se adentren por este camino sembrado de escollos siempre tendrán que desconfiar de cualquier clave interpretativa deducida de un modelo teórico formalizado de antemano, aceptando, con plena clarividencia, los compromisos y sacrificios que exige cualquier forma de inteligibilidad de la compleja trama de un determinado vivir.

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